sábado, 23 de enero de 2010

24. Cuando perdimos la vergüenza

En aquel tiempo, dentro del ambiente en el que me crié y desenvolví, existía. Nadie en su sano juicio se atrevía a emitir una expresión racista –salvo contra los gitanos, claro, nunca se han salvado-. Los negros eran pobres personas quienes morían de hambre en África o eran maltratados por el americano blanco. ¡Que vengan para acá, dejaremos que vivan entre nosotros, que se casen con las blancas, no nos importa! Lo decíamos en la calle y luego en las clases de ética o de religión. Todos fuimos iguales.
Los latinoamericanos eran nuestros hermanos, gente que compartía nuestro idioma, recibirlos era una fiesta. Con los chinos no nos metíamos: que abrieran un restaurante de su país era un signo de progreso en cualquier ciudad española, como en su día fueron las hamburgueserías estadounidenses. ¡Qué tiempos aquellos!, cuando don Juan Luis, mi maestro de Lengua en el colegio, nos decía que si veíamos a alguien en la calle que era maltratado, nos teníamos que meter para defenderlo, que era nuestro deber, o al menos pedir ayuda. Y también ocurrió en el instituto con nuestros debates, y, por supuesto, en la facultad, allí también fuimos tolerantes, pacíficos y soñadores.
Tiempos menos complejos, no digo mejores, diferentes; pero existía. Era una sensación desagradable cuando rebasábamos sus límites. Nos poníamos colorados, sentíamos calor y miedo, ¡que me trague la tierra, que no la aguanto, que pase pronto y dejen de mirarme, que me muero de soportarla!
Pero un día llegaron las pateras llenas de moros, o de negros, y los latinoamericanos no se contentaron con viajar sólo a Madrid o a Barcelona, y se expandieron. Los chinos se multiplicaron y además de restaurantes abrieron tiendas, y los españoles empezamos a distinguir las naciones de Europa del Este y a establecer una escala de tolerancia según la procedencia del visitante, sin importarnos su trato, educación o comportamiento.
La xenofobia salió del armario y decidimos coger el atajo de los prejuicios, de los tópicos, pero lo hacíamos con disimulo, mirando alrededor para que nadie nos pudiera reñir, para que no la sacaran de nuestro interior. Pero entonces, poco a poco, con algo de prisa y ninguna pausa, dejamos que la voz de los imbéciles llegara hasta los micrófonos y altavoces. Permitimos que reluciera la vieja costumbre española de escuchar y seguir a quienes más gritan y menos piensan, y volvimos a reivindicarnos como cristianos viejos, pero de otra manera, contentándonos con blandir lo nuestro frente a lo extranjero, porque lo propio era más limpio, más fiable y soportable; lo malo conocido frente a lo ignoto, por bueno que pudiera ser. Vivan las cadenas.
Los cabezas taradas volvieron a lucirse más allá del 20 de noviembre y el ciudadano de a pie ya no encontró excusas para callarse –peligrosa lengua, la española-, se permitió alzar la voz en bares y cafés, y dijo aquello de que cuando nos tocó a nosotros irnos de España fuimos ejemplo de civismo, de esfuerzo, y que cuando cobramos lo que tuvimos que ganar, regresamos muy dignamente a nuestro país. Curioso. Nunca he escuchado a ningún español de aquella época, a los que tuvieron que marcharse, esgrimir ese argumento. Siempre son sus hijos y sus nietos quienes lo hacen, gentes incompetentes para sentir el dolor del inmigrante, la situación del que hace la maleta.
Y ahora volvemos a decir que sobran latinos, africanos, chinos y rusos -¡joder con España, que 6.000 millones de habitantes se quieren venir a vivir aquí!-. Y nos dejamos engatusar y volvemos a comulgar con ruedas de molino y nos birlan la neurona libre, y en vez de hablar de los hijos de puta que nos contratan por 700 euros, de los políticos corruptos y de los evasores fiscales, grandes y pequeños, volvemos a decir que el problema son los extranjeros, como si ellos quisieran quedarse aquí, como si no se hubieran marchado ya muchos de este país tan mal educado. Y maleducado.
Embiste, embiste, toro español, ahora son los extranjeros el capote que te azuzan delante de tus cuernos, pero no te confundas ni te equivoques, no ataques al guiri ni al árabe rico, comienza por los débiles, como de costumbre. Y no tengas vergüenza, que ya sobra, que ya iba siendo hora de arrojar por la borda uno de los pocos frenos de nuestro carácter. Y, sobre todo, céntrate en imbecilidades para no pensar en lo importante, no vaya a ser que un día te dé por hacer las cosas bien y el mundo se pare.
   

6 comentarios:

vivaervino dijo...

Buscamos letra para el himno español? Propongo usar a partir de ahora el último párrafo de la columna de hoy. No encaja muy bien con la música, pero con el "espíritu nacional", como anillo al dedo. SUBLIME.

Ricardo Montes de Oca dijo...

Buena observación, no se me había ocurrido, pero después de comprobar la capacidad innata que tenemos para tirarnos piedras en nuestro propio tejado -y me incluyo-, mejor no lo difundamos mucho, no vaya a ser que propague la idea y TVE haga un concurso para ponerle letra al himno y gane "El torito embestidor". Un abrazo.

Anónimo dijo...

Muchos de nosotros tenemos tíos y primos en Francia y Alemania y primos segundos y tíos abuelos en las américas. Muy de moda eso de españoles por el mundo, andaluces, madrileños y supongo que cada comunidad tendrá el suyo…,por el mundo. La gran mayoría ha ido buscando una oportunidad. ¡Y admiramos su coraje! aprender un idioma, sufrir 20º bajo cero, estar 1000 de km de tus seres queridos…..¿cuál es la diferencia?

Ricardo Montes de Oca dijo...

Supongo que la diferencia está en la ausencia de perspectiva. Carecen de ella quienes ven en el inmigrante un peligro, alguien que viene con el propósito de quitarnos algo que "es nuestro" (como si muchos españoles quisieran trabajar en el campo o cuidando a ancianos) Pero como siempre me pasa, ése es el primer argumento que se me ocurre... luego vienen otros más acertados: estupidez, sinvergonzonería, falta de sensibilidad, etc.

Anónimo dijo...

La educación que hemos recibido en los últimos 80 años es una educación que se basa en que el educador es el que sabe, el que piensa, el que jamas yerra,y el educando a callar y a decir a todo que si,y si es un pensante entonces es el culpable de lo que ocurre malo, porque si es bueno el tanto se lo apunta él.
Igual ocurre con los inmigrantes, si recogen fresas, estiercol etc. etc.pobrecitos que làstima,si es un profesional es un extrangero,dicho en forma peyorativa,que viene a robarnos el pan, que curioso, nunca viene a enseñarnos nada.

Ricardo Montes de Oca dijo...

Eso parece, preferimos tenerle a alguien lástima antes que miedo. Es comprensible, pero deberíamos reflexionar si la lástima nos hace mejores. A veces parece que la necesitamos sólo para sentirnos mejor con nosotros mismos, no para ayudar realmente a quien nos la provoca. En fin, un saludo.