domingo, 11 de septiembre de 2011

104. El mundo y yo
       
         Hace hoy 10 años, cuando el mundo explotaba en el World Trade Center de Nueva York, yo llegaba medio ebrio a un pisito minúsculo de Sevilla que tenía alquilado por 37.000 pesetas al mes. Había estado con mi amigo Isidoro recorriendo, supongo, intuyo, algunos bares de la capital, bebiendo varias cervezas –pocas en mi caso, el acohol me sienta fatal, de ahí que rara vez me emborrache- y comiendo las suficientes tapas como para llegar a casa y acostarme un rato a dormir la siesta. No llegué a acostarme. Deberían ser más de las tres de la tarde y creo que fue mi chica la que me llamó para decirme la archiconocida frase de “Pon la televisión”. Es curioso, nadie especificaba el canal, nadie lo preguntó: la encendimos y vimos cómo los presentadores especulaban entre accidentes y atentados, que si había sido una pequeña avioneta o algo más grande... y luego vimos manchas pequeñas saltando de la torre que ardía en llamas (¡son personas!, me dije, eran personas pero los presentadores no se atrevían a decirlo aunque sin duda lo estuvieran viendo como yo), y luego vimos, también por la televisión, cómo un segundo avión hacía ¡PUMBA! contra la otra torre. Y, supongo, porque como te he dicho estaba medio ebrio aunque no borracho, supongo, que entonces el mundo por completo y yo nos percatamos de que aquello no había sido un accidente y que aquel día iba a marcarse en negrita en el calendario de la Historia.
        No recuerdo que me acostara, sé que estuve las tres horas siguientes pegado a la tele de mi salón diminuto viendo los acontecimientos. Sobre las seis y pico debí de reaccionar y ya no recuerdo bien lo que hice, si me duché y salí a dar una vuelta (el Corte Inglés estaba al lado de casa y era mi refugio estival en las horas más cálidas del verano, y debía hacer aún calor porque recuerdo que aquel día vestía calzonas) o cogí el teléfono para hablar con Isidoro o con mi chica. Sólo tenía un pensamiento recurrente: a Palestina la borran del mapa. La cara de Arafat (estaba en Nueva York cuando el mundo explotó), mientras lo entrevistaban en una televisión estadounidense, moviendo sin control su enorme labio inferior, parecía expresar lo mismo. Recuerdo que fue a un hospital a donar sangre. Recuerdo que dijo estaba en estado de shock. Recuerdo, también, que a pesar de que miles de personas acudieron en masa a donar sangre a los hospitales neoyorquinos, finalmente no hizo falta.
        El tiempo pasó para el mundo y para mí. El pequeño George, excocainómano y exalcohólico, tomó o le tomaron las riendas de todo, y con la inestimable ayuda de Ánsar, Durao Barroso, y el laborista inglés llamado Tony Blair, padrino de una de las niñas de Murdoch, contribuyeron a crear un planeta más peligroso, menos libre y más arruinado.
        A mí me fue un poco mejor, conseguí una beca en Mérida de tres años, financiada por la Junta de Extremadura y por la Unión Europea, en la que trabajé como periodista para la entonces Consejería de Economía, Industria y Comercio. Tres años que han desaparecido de mi vida laboral oficial, pues no me los reconocen ni a efectos de paro ni de futura pensión. Luego me fui a Valencia a vivir por fin con mi chica, la que me avisó de que pusiera la tele y con la que continúo viviendo.
        A veces me siento como si nadara en un piscina llena de ladrillos, en la que cada vez que intento avanzar, me parto los dedos o se me clavan peligrosos cantos en las manos, la cabeza y el cuello. Pero tengo perspectiva. En junio cumplí 33 años y, de momento, no soy alcohólico ni drogadicto ni he tenido siquiera un cuadro de ansiedad. No sé si es para estar orgulloso, pero me va un poco mejor que al mundo.