sábado, 5 de septiembre de 2009

4. El móvil de Inocencio

No se llamaba Inocencio pero lo presentaré así, e hizo bien su madre en bautizarlo con otro nombre, porque si no sus enemigos y adversarios habrían tenido un argumento más para criticarlo. Y no es que anduviera escaso de defectos, pero pocos los había en su pueblo que se atrevieran a enumerárselos a la cara, que por algo era el alcalde. Ocupó la alcaldía cuatro legislaturas, consecutivas: robó cuanto pudo, se aprovechó de sus desmedidos poderes públicos para colocar a familiares y amigos, y su actuación durante 16 años hubiera sonrojado incluso a Jesús Gil. Pero le votaban.
Ganaba elecciones con tal facilidad, que hasta empezó a conocerse fuera de la provincia. Daba ruedas de prensa en la Diputación, se fotografiaba con cantantes y toreros, y un grupo de correligionarios quiso ascenderlo proponiéndolo como candidato en una ciudad mucho mayor que la suya. El alcalde aceptó enseguida, pero algún sensato lo amenazó con destapar ciertas corruptelas si no se quedaba tranquilo en el pueblo.
El hombre adoptó ya, a finales de la segunda legislatura, el aspecto por el que sería reconocido por siempre. Había tenido sobrepeso, pero debido a un accidente de tráfico, que los bien pensantes atribuyeron a un exceso de vino y ginebra, y las malas lenguas a que además estaba echando una carrera contra su cuñado –concejal de fiestas-, perdió 15 kilos. Una vez recuperado se le vio vestido impecable con su traje azul marino, zapatos oscuros y corbatas rojas o marrones. Abandonó la simple camisa de rayas desabotonada, se perdió para siempre su tremendo estómago adiposo y el poco pelo que le quedaba encaneció en dos meses. Si no hablaba y sin copa en la mano, podía pasar por un señor respetable.
Su mujer era el gran báculo de aquel corrupto caminante. Si Inocencio había sobrevivido a sus propios vicios fue gracias a la Capitana, como le gustaba llamarla. Ella poseía una autoridad natural, de esas que no se enseñan en ningún master de administración, en ningún curso de liderazgo; lo de la Capitana era la mala hostia de toda la vida. Y si en público no discutían nunca, como Inocencio llegara a casa demasiado borracho, muy tarde o con exceso de rímel o pintalabios, los gritos levantaban a la calle entera.
Un día a principios de los 90, durante su tercera legislatura, Inocencio se compró un móvil. Imagínate los de la época. Eran especies de maletines que llevaban en los coches los políticos o grandes empresarios estadounidenses.
El día del estreno, Inocencio se metió en el Mercedes, cogió su agenda telefónica y mientras el chófer le daba vueltas al pueblo, el alcalde fue llamando a todos sus primos, hermanos, amigos y empresarios de la zona. Recogió a su cuñado y luego fueron a por otros dos concejales más, y al final, a las 9 de la noche, el Mercedes estaba abierto en la plaza del pueblo para que los vecinos admiraran el teléfono del alcalde: “Esto no lo tienen ni en Madrid”, decía el concejal de fiestas.
Horas después, el Mercedes y dos coches más se encaminaron al puticlub de las afueras del municipio. Era un lugar habitual del alcalde y de los concejales, y allí se sentaron todos en la barra para contemplar el móvil de Inocencio. El alcalde miraba más a su artilugio que a las señoritas, que por otra parte y como todos, observaban entre risas y exclamaciones de sorpresa el aparatoso móvil. Y de repente ocurrió. Sonó un timbre. El concejal de fiestas dijo muy serio: “Que alguien apague el despertador”. Pero para el segundo timbrazo quedó claro que lo que sonaba era el móvil. Alguien llamaba, y el alcalde ignoraba a qué tecla tenía que darle para descolgar. Además, sabía quién lo llamaba: su señora. Le había dado el número de teléfono a primera hora, pero luego ni se había molestado en llamarla. La mujer estaría preocupada. Sonó el tercer ring. No, preocupada, no, encabronada. Cuarta llamada. Todos dejaron de mirar al teléfono y se fijaron en el alcalde: un señor respetable, pero en un puticlub, con un teléfono móvil recién comprado y temiendo descolgar. Inocencio sudaba, se había puesto rojo, se restregaba nervioso las yemas de los dedos por su frente interminable. Miró su reloj y lanzó un tremendo bufido: las dos de la madrugada. Pero Inocencio se envalentonó, estaba delante de sus votantes, él no se amilanaba ni ante la Guardia Civil. Descolgó iracundo.
-¡Dígame!
-Inocencio, soy yo –dijo la mujer desde el otro lado.
El hombre se puso amarillo y enmudeció, todos los del puticlub esperaban ansiosos su respuesta. Ya sabían que era la mujer del alcalde, y éste los miraba en busca de ayuda, pero nadie se atrevió ni a suspirar: se había parado hasta la música. Entonces, el alcalde, solo pero observado, endureció el gesto y se decidió a atacar en vez de defenderse. Así, con el orgullo herido, preguntó.
-¿¡Y tú cómo coño sabías que estaba aquí!?