sábado, 24 de octubre de 2009

11. El chiringuito

El otro día sufrí un caso agudo de alucinación auditiva y si no fuera porque desconozco su teléfono, habría llamado a Iker Jiménez y a su nave del misterio para que el doctor Cabrera me reconociese. Deduje que era una alucinación porque no había tomado drogas, había desayunado y no escuchaba la Cope, por lo que debió ser mi propio cerebro el que me la jugó y no una intoxicación externa. Todo empezó por la mañana cuando conducía mi coche camino del trabajo. Estaba escuchando las noticias mientras buscaba un sitio para aparcar y evitaba los socavones al mismo tiempo; además llovía desaforadamente: demasiados frentes abiertos, pensarás, pero no, soy un conductor experto a pesar de lo que digan por ahí terceras personas.
El caso es que mientras me metía por una oscura calle para probar suerte oí algo inquietante: que un juez había dejado en libertad a un pirata somalí porque pensaba que era menor de edad, a pesar de las pruebas en contra; pero el caso es que la fiscalía y el juez de menores no sabían qué hacer con el susodicho y, total, como la responsabilidad no era ni de uno ni de otros querían dejarlo libre. El periodista enlazó con otro caso similar, el de un juez que ha dejado en libertad provisional al antiguo presidente del Palau de la Música de Barcelona (robó más de 3 millones de euros); decía su señoría que no había riesgo de fuga ni de destrucción de pruebas, y que si a la opinión pública le parecía mal que estuviera libre que le echara la culpa al legislador. En ese momento ocurrió; tuve la alucinación auditiva. Al tiempo que escuchaba la segunda noticia comenzó a sonar en mi cerebro la canción El Chiringuito, de Georgie Dann –ya sabes, el de La Barbacoa-.Y con su ritmillo pegadizo pero un poco más frenético de lo habitual, empecé a oír el demoledor estribillo: “El chiringuito, el chiringuito, como me gusta, el chiringuito”. Bueno, ya sé que no es exactamente así y que está mezclado con el de La Barbacoa, pero fue lo que escuché. Y entonces vi a sus señorías en plena Chipiona con el amigo Georgie Dann, bailando con sus togas y haciéndole los coros, mientras el pirata somalí y el expresidente del Palau aprovechaban la ocasión para irse a por tabaco.
A todo esto yo seguía en el coche transitando por la calle oscura, cuando el final de la misma terminaba en una auténtica barricada: otra calle más en obras. Algún mamoncete debió olvidar el cartelito que te avisa de que se trata de una calle sin salida, así que puse la marcha atrás al tiempo que oía una nueva noticia. Esta vez se trataba de las declaraciones de un político del PP valenciano que, muy ufano, se jactaba de que se iba a crear una comisión parlamentaria para investigar las cuentas de todos los partidos políticos. Sin tiempo a que reaccionase, colaron otra noticia: la decisión del Ministerio de Cultura de catalogar como x una película de terror por sus grandes dosis de violencia. Y, vuelvo a jurar que la escuché y no se trataban de interferencias, la voz melosa de Georgie siguió nuevamente: “El chiringuito, el chiringuito, como me gusta, el chiringuito”.
Salí de la calle y continué buscando aparcamiento mientras una cuña publicitaria me recordaba que, en las ciudades, cada vez hay más espacio para los peatones y ciclistas y menos para los coches, al tiempo que aconsejaba utilizar el transporte público. Esta vez me vi a mí mismo cuatro días atrás en el vagón del tren, atestado de personas concienciadas y sobacos olorosos, de pie y con la libertad de movimientos de una anchoa enlatada, y aguantando una demora de más de 30 minutos. Pero la música volvió a sonar y los viajeros comenzaron a bailar el son veraniego, y no sólo Georgie estaba a mi lado, sino además los políticos, prohombres y promujeres que aconsejan utilizar el transporte público aunque ellas y ellos vayan en berlinas con chófer; también estaban allí bailando y cantando El Chiringuito.
Y cuando ya por fin vi un sitio donde aparcar y ejecutar los miles, precisos y necesarios movimientos que todo experto conductor debe realizar para la maniobra del aparcamiento perfecto, el locutor, que aquella mañana la había tomado conmigo y con Georgie, me dice que en Alemania habían preparado 200.000 vacunas especiales contra la gripe A, destinadas a miembros del Gobierno y otras jerarquías funcionariales. Nada raro, salvo por un pequeño matiz: lo especial era que la vacuna elitista no tenía un conservante bastante sospechoso que sí tiene la vacuna que a ti y a mí nos quieren poner a poco que nos dejen con el culo al aire. Y mientras cerraba el coche volví a escuchar: “El chiringuito, el chiringuito, como me gusta, el chiringuito”.
Había que darle el Nobel a Georgie Dan por resumir la historia de la civilización en una canción pegadiza.