domingo, 8 de abril de 2018

zenda#cienciaficción



No permitas esa abominación
El sudor se enfriaba en su pecho cuando recordó las palabras de María:
-No permitas esa abominación.
Habían ido a un cine del centro, uno que daban películas del siglo pasado y que animaba a la gente a vestirse de época. A pesar de las oportunas indicaciones, aquello fue un batiburrillo del siglo XX, con mezclas tan dispares como los pantalones acampanados y las hombreras descomunales.
María y él optaron por ropas de los 40, vestían como Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca. De hecho acudieron en coche, en un DeSoto Coupe del 48, de color crema, un préstamo de Bernie, su jefe de por entonces. El coche era eléctrico y solo circulaba por tierra, pero los acabados eran impresionantes. Parecía mentira que lo hubieran imprimido hacía solo un par de años.
-Después hasta podemos echar un casquete, si quieres –bromeó él.
María sonrió.
Durante el primer intermedio fue cuando se cruzaron con Álvaro y… su mujer. Ingrid había fallecido en un accidente dos meses atrás. Se había caído de una escoba voladora durante la celebración de Halloween. A veces, las ganas de divertirse de los adultos se imponían a las más elementales normas de seguridad y sentido común. Parecía mentira que a mediados del siglo XXI aún permitieran las escobas y las nubes voladoras sin ninguna restricción adicional a no sobrevolar zonas habitadas.
Y Álvaro, el bueno de Álvaro que había luchado por conquistar a su mujer desde los 15 años hasta bien entrado en los 30 (¡a los 34!) no lo aceptó. Literalmente. Ni siquiera avisó a la familia de Ingrid. Tampoco organizó su funeral. Al final todos se enteraron, evidentemente, la ley exige informar de la muerte de cualquier humano. Es requisito indispensable para comprar un duplicado. También le incluyen un destello intermitente en la frente para que ningún vivo se lleve a engaño. A partir de ahí, los dueños pueden hacer lo que quieran, incluso vivir una mentira. La mayoría lo hacían en casa. De hecho la cosa empezó con las mascotas de los ricos, en concreto con el chimpancé progresado de Luc Kalifa, el campeón de motos voladoras. Había pagado por aquel mono cultivado en laboratorio una millonada. Al mono solo le faltaba hablar, y no era nada agresivo gracias a la modificación genética oportuna. Pero una gripe mató a Moly a los dos años de edad. Luc pagó menos de un cuarto de millón por una réplica igual a Moly, un androide. El mono daba el pego y Luc Kalifa volvía a sonreír. ¿Quién podía pedirle más a este cochino mundo?
El siguiente paso fue obvio. Ya existían los androides de evasión, robots sexuales con textura de piel humana. También con calor, olor y sabor. Solo les faltaba hablar porque gemir, ya gemían. Y tras el monito Moly, la actriz Vilma Lago encargó otro androide que en vez de funciones sexuales satisfacía vacíos emocionales. Acababa de perder a su bebé de seis meses.
Los androides se perfeccionaron al mismo tiempo que se abarataban. Bondades del capitalismo de la segunda mitad del siglo XXI.
Y para cuando Ingrid Romero se cayó de una escoba voladora y se partió el cráneo contra el suelo, ya ni siquiera eran noticia los duplicados. Hasta se llamaban así, en vez de replicantes, como inicialmente comenzaron a conocerse. Pero la duplicada de Ingrid Romero sí que fue la primera que María y él vieron, la primera conocida. Físicamente era igual que ella, salvo por la luz que cada 30 segundos destellaba en su frente. Su autonomía, por otra parte, era bastante limitada. Movimientos menos dinámicos y más restringidos, conversaciones banales. Sin embargo, su cara, sus gestos y su voz eran calcos de la auténtica Ingrid.
Lo peor, no obstante, fue la reacción de Álvaro. La duplicada no conocía a la pareja, algo normal porque en vida había sido solo una conocida. Los duplicados venían con un paquete básico de conocimientos familiares, pero no todos los que sobrevivían a los finados se prestaban a aportar información para crear a los duplicados.
-Son Carlos y María, ¿no te acuerdas, Ingrid? Fuimos compañeros en el instituto.
Claro que no se acordaba, pero en pocos segundos el ordenador que la duplicada llevaba en la cabeza recabó de las bases de datos toda la información que necesitaba  para actuar con normalidad.
-Hola, María, te sienta muy bien esta ropa, aunque no es de tu estilo. Por cierto, tu cumpleaños es dentro de una semana.
Silencio.
-Ha estado enferma, pero ahora se encuentra mucho mejor –la excusó Álvaro.
María se disculpó y volvió a su asiento. Cuando Carlos regresó a los pocos segundos fue cuando se lo dijo:
-Si me pasa algo a mí, no permitas esa abominación.
Desde luego. Cómo no.
Ahora el sudor seguía enfriándose en su pecho. Acababa de follar con la duplicada de María y eso que no hacía ni 24 horas que la había adquirido. Se dijo que iría poco a poco. Los fabricantes le aseguraron que le devolverían todo el dinero en caso de que no quisiera quedársela. Tenía seis meses por delante.
-¿Es muy habitual? –había preguntado.
-¿Devolver un duplicado? Menos del uno por ciento de nuestros clientes lo hace.
Carlos se había quedado mudo, nunca se había planteado un  éxito tan arrollador de los duplicados. El programador, intuyendo sus pensamientos, añadió:
-No podemos conseguir la inmortalidad, eso es un cuento. Pero podemos paliar el dolor. En eso somos los mejores.
Y de eso, en definitiva, se trataba.
Tenía que superar el divorcio.