domingo, 15 de diciembre de 2019

Un terrible crujido


Se iban a enterar. ¡Negar el cambio climático! ¿Cambio? ¿Qué cambio? ¡Emergencia, era una puta emergencia climática! ¡Si hasta salía en la tele! Cualquiera con medio cerebro sabía que se estaban cargando el planeta. Inundaciones, sequías, capa de ozono… ahora nadie hablaba de ella, pero Juantxo recordaba el tiempo en que los telediarios abrían el informativo del mediodía con aquellos inmensos agujeros en la bóveda celeste. Por allí se filtraban los rayos uva que mataban a las plantas y al continente africano. ¿Y de quién había sido la culpa? Del hombre blanco y heterosexual, por supuesto. El mismo Juantxo sería cómplice si no fuera porque él era diferente, moralmente superior.
Claro que probablemente ya era tarde para actuar, pensaba Juantxo, y aquella reflexión surgida casi de improviso a punto estuvo de hacerlo desistir. En realidad llevaba quince minutos deseando bajarse de la rama a la que se había encaramado para cortarla. No estaba acostumbrado al trabajo (en general) físico. El sudor se le metía por los ojos y tenía las manos y las muñecas hinchadas. Ser obrero era una puta mierda, para qué engañarse, por mucha conciencia de clase que a uno se le despertara. Con aquellos pocos minutos de experiencia física atroz cumplía para toda la vida. Si uno no se daba cuenta de eso desde el primer minuto es que eras gilipollas. Aquello te lo podía decir cualquier liberado sindical. El trabajo manual embrutecía.
Juantxo inspiró profundamente y siguió descansando un poco más, recostado sobre la rama que pretendía medio cercenar. Tenía que recuperarse. Mañana pasaría por allí debajo la comitiva del ayuntamiento para inaugurar la nueva fuente del parque. ¡Qué atroz despilfarro de agua! Su plan, lo sabía, era desesperado, tremebundo, pero nadie llamaría a su puerta para decirle que él no hizo nada para salvar al planeta. Sí, era una pequeña acción, ¿pero qué decía al respecto el efecto mariposa? Pues eso, que una mariposa bate sus alas en Pekín y llega un tsunami a Tokio. O algo parecido. Además, ¡se trataba de la intención, no del conocimiento!
Y lo que pretendía Juantxo era propiciar la caída de aquella rama en el momento oportuno. La dejaría casi segada, ataría una tanza de pescar en el extremo y, a la mañana siguiente, cuando pasaran los políticos camino de la fuente, tiraría del hilo de pescar. Quizás no se rompería la rama, pero se quebraría lo suficiente para dar un susto grande. Y ahí, en ese preciso instante, saldría él de entre las sombras para acusar al alcalde y a los concejales de contribuir al calentamiento climático (¿o era global?). La rama, argüiría, se quebró por la contaminación insoportable a la que el equipo municipal sometía al pueblo. Y antes de marcharse, gritaría un “¡sois unos hijos de puta!”, que le daría pátina de macho y de revolucionario sensible a la vez. Además, gracias a los teléfonos móviles, estaba seguro de que se haría famosillo por las redes sociales y lograría la admiración del mundo, aunque en el pueblo le cayera alguna hostia.
De paso, seguro que se hacía un hueco en aquel movimiento transversal y global que era el ecologismo. Con un poco de suerte hasta ganaba algo de pasta y se echaba novia. Pero había que seguir, y Juantxo le echó un par de huevos adicionales y emprendió de nuevo la semipoda de la rama con aquella sierra en forma de cuchillo que se había comprado en el Leroy Merlin.
Sudaba como un cerdo, a pesar de la tarde fresca de noviembre, sin embargo, él era un hombre de acción, nadie le apartaría de su camino. ¡Nadie! Si hacía falta pararía con sus propias manos la contaminación del mundo, serviría de ejemplo a los demás. Él mismo sería, al fin y al cabo, la tumba del fascismo contaminador.  
Y si, después de todo, su acción llegaba tarde y no servía de mucho, ¡pues que se jodiera la puta humanidad! Que se exterminara de la faz de la tierra si así lo dictaba la Pachamama. ¿Había algo más sublime que azotar a los condenados a galeras mientras la embarcación se hundía?
“¡Os lo dije, os lo dije! ¡Si solo me hubierais hecho caso una puta vez! ¡Una vez, al menos, una jodida y puta vez!”
Juantxo estaba mascullando. A veces le pasaba; su imaginación era tan vívida que se ponía a parlotear las frases que migraban por su cabeza. En fin, se dijo, y antes de que pudiera seguir con su plan sintió un terrible crujido.
Crack.
Miguel Urbano escuchó un golpe espantoso, y eso que llevaba los auriculares puestos mientras corría por el parque. La alcaldía le estaba dando más disgustos de los esperados, y salir a correr había sido su única vía de escape. Además, al día siguiente inauguraría la nueva fuente y quería asegurarse de que todo estuviera preparado y que los vándalos se hubieran mantenido al margen.
Miró en derredor y vio a un mozarrón tendido de bruces en el suelo sobre lo que parecía la rama de un árbol. ¿Qué coño hacía aquel tarado subido allí arriba? Ya nada, desde luego, pues se había metido una buena hostia. Y no tenía pinta de columbicultor, al menos Miguel no veía palomas ni escaleras por ningún lado. Se acercó con precaución. De buenas ganas habría seguido corriendo, desentendiéndose del tema, pero ahora era el alcalde y tenía que dar ejemplo.
-¿Está usted bien?
Juantxo levantó el rostro del suelo y vio al fascista del alcalde. No recordaba bien por qué estaba tendido en vez de permanecer de pie. Pero la rama había caído, de eso estaba seguro. Entornó un poco los ojos y solo acertó a decir:
-¡Sois unos hijos de puta!