sábado, 13 de marzo de 2010

31. Putas y putos

Recientemente escuché en vivo y en directo un discurso en contra de la prostitución. Me recordó mucho a uno anterior, que oí el año pasado pero de otra persona. Edades y profesiones diferentes, experiencias distintas, pero las dos mujeres atacaron con un año de diferencia la prostitución como una forma más de violencia machista, al menos eso aseguraron. En las dos ocasiones y tras los discursos, los asistentes aplaudieron, la mayoría al menos; yo, no. Miré en derredor y observé que cerca de la mitad de los aplaudidores eran hombres de todas las edades, e inmediatamente me pregunté cuántos de ellos se habrían ido alguna vez de putas. Este año volví a preguntarme lo mismo, pero se me ocurrió una idea divertida: ¿y cuántas de ellas pagarían por los servicios de un puto, de un prostituto?
En los dos discursos se recurrió a la identificación de prostitución con violación, esclavitud y dominio machista, y provocó en los oyentes el efecto deseado: todos vimos en nuestras cabezas la imagen de una subsahariana o de una europea del Este, engañada y violada por las mafias, y explotada en cualquier puticlub español de carretera, malviviendo y siendo obligada a acostarse con rufianes gordos, sudorosos y feos, maleducados y obscenos que ensucian con su mirada, su boca abierta y bragueta bajada la imagen de nuestra desdichada protagonista. Pasa, desgraciadamente, ocurre en nuestro país y en todo el mundo: la explotación sexual de los más débiles es una lacra contra la que debemos combatir.
Pero es curioso que no se pusiera el acento en detener al mafioso, al proxeneta, a los narcos que también se lucran con la prostitución, o ya que estamos y siguiendo el razonamiento, no se atacó a las administraciones públicas, quienes, supongo, conocen que hay prostíbulos en su territorio y lo que sucede dentro. No, señor, el ataque contra la gentuza fue de pasada, porque lo que le interesaba al discurso oficial de aquella noche, y al del año pasado también, era el cliente, ese espécimen macho que engaña a su mujer acudiendo a un puticlub de pueblo o carretera para aprovecharse de una esclava sexual. El argumento es el de siempre: “si no hubiera demanda, no habría oferta”. La verdad, no me explico como en este país de economistas hemos caído en la crisis, debe ser un auténtico caso de mala suerte, porque para todo tenemos en la boca al mercado y a la ley de la oferta y la demanda.
El caso es que vi en aquel discurso y en el que le precedió, la tendencia del feminismo español, y pronto del progresismo, de copiar a las suecas (que no a los suecos) e ir directamente a por el putero. Multándolo o con cárcel –eso no se dijo de forma directa pero se deduce-, y desde luego humillándolo en público por guarro y falócrata. Pero, no sé… llámame malpensado si quieres, abogado del diablo o toca pelotas en general, ¿y las putas? Quiero decir, ellas tendrán que decir algo, ¿no?, y no me refiero a nuestra protagonista anterior, sino aquella prostituta que lo es porque quiere y así se gana la vida. Porque hay feministas que no se creen este argumento, que lo niegan porque choca con sus deseos, aunque luego se enternezcan con películas como Pretty Woman –por cierto, puta sin que la obligaran-.
No invitan a las putas a sus discursos ni a las asociaciones que las representan, no a menos que cuenten una terrible historia de violencia sexual y maltratadora, donde los hombres, malos como somos, las castiguen. Tampoco se dice nada de esos clientes que han sacado a más de una de los puticlubs, y ante el razonamiento de que la prostitución es un hecho que debería regularse y no prohibirse –reconocimiento de derechos laborales, Seguridad Social y contribución a las arcas del Estado; prohibir la prostitución en las vías públicas; persecución contra proxenetas y mafiosos-, el argumento, nuevamente el oficial, es: “¿Y si fuera tu hija? ¿Y si fuera tu madre?”. Bueno, tampoco me gustaría que mi hijo o mi padre o yo mismo fuéramos mineros, oficio digno, pero que acarrea un deterioro considerable de la salud, y, desde luego, que bajo a la mina y arrastro a mi padre y a mi hijo antes que mi mujer, madre, hermana o hija se metieran a prostitutas. Evidentemente. Pero… si por algunas de esas jugadas del destino una mujer a la que yo quiero decidiera ejercer la prostitución, preferiría que cotizara a la Seguridad Social, que sus derechos laborales estuvieran perfectamente defendidos –o tan perfectamente como los míos, vaya- y que trabajase en un local seguro. Todo eso sería mucho mejor que obviarlas en los discursos porque nadie las obligó a prostituirse, o multar a sus clientes y empujarlas a la clandestinidad, la inseguridad y la marginación.
Otro día hablaré de las putas que cobran en especie y son admiradas por la mayoría de las mujeres, del servicio social que cumple la prostitución con personas que no podrían mantener relaciones sexuales de otro modo (deficientes síquicos, sensoriales…), y de lo que estarían dispuestas a pagar más de una feminista y de dos por llevarse a la cama media hora a un machote como El Duque.