sábado, 22 de agosto de 2009

2. Pitufo Guarrón

Conozco a una pareja xenófoba que a poco que hablaras con ellos te soltaban, viniera a cuento o no, que en España había demasiados extranjeros y que sólo venían a robarnos los puestos de trabajo y a traer enfermedades. También eran racistas, y eso que él puede pasar perfectamente por el primo bajito y moreno de Alfredo Landa, pero supongo que los hobbits son así, claro, después de lo de Frodo con el anillo cualquiera les discute que su propia raza es más bien feúcha. Hablo en pasado, ya no los oigo decir eso. La pareja tiene tres hijos varones que sobrepasan los 35. Uno de ellos se casó con una filipina, otro vive con una boliviana y el tercero permanece soltero, pero cambia de novia cada tres meses... en fin, ya no hablan mucho del tema y parecen felices con sus dos nietos y con la que, posiblemente, nacerá en unos meses.
También sé de una vieja señora que criticaba a toda mujer que saliera a la calle pintada y sin su marido. Las críticas hacia las de su mismo sexo empezaban desde la adolescencia y se prolongaban hasta las de su edad, por lo que cualquier fémina que pasara por la mirada obtusa de la vieja era una puta en potencia, sospechosa por cualquier actitud. Sus víctimas preferidas eran las separadas y divorciadas a las que, siempre a sus espaldas -aunque con una sonrisa cuando las trataba de frente-, desollaba vivas con su lengua brutal y venenosa. No sé, el caso es que hay situaciones que uno debe prever, sobre todo cuando tienes una hija treintañera, pero el caso es que la vástaga de la señora engañó a su marido, se enteró todo el pueblo y luego se divorció. Por este orden. La vieja cambió el discurso e hizo cerrada defensa de su niña, e incluso llegó a argumentar a la única amiga que le queda, que su hija se cansó de su marido porque no le daba sexo, ¡toma piruleta! Pero la historia continuó y al cabo de unos meses de convivencia con el nuevo novio, el campeón se cansó de ella y la dejó, así que la joven se buscó a otro novio, y luego a otro, y a otro... bueno, ya sabes, que la buena madre se hartó de la defensa y tomó la que, seguramente, fue la mejor decisión de su vida: callarse un rato.
Las fuerzas vivas del Universo son así de cabronas con el ser humano, golpean allí donde nos duele, con énfasis, reiteradamente, hasta que aprendemos la lección.
Un último caso ilustrativo, el más sangrante, quizás. Ocurrió en los 90. Cierto pitufo –policía local- se divertía en sus rondas nocturnas alumbrando con una linterna a las parejas que, civilizadamente, follaban en sus propios coches. En toda ciudad o pueblo que se precie suele haber un descampado o un lugar poco alumbrado propicio para estas situaciones. El susodicho, en vez de vigilar las calles del municipio que le pagaba, iba expresamente a las afueras del lugar para alumbrar a los amantes. De hecho, no se contentaba con ser un baboso mirón, sino que tocaba con la linterna en las ventanillas interrumpiendo cualquier acto, con lo que el susto debía ser mayúsculo y desagradable. Después, el muy perturbado, trataba de legitimar su actuación abroncando a los jóvenes por actitud indecorosa. Lo de Pitufo Guarrón tenía una doble vertiente: se excitaba viendo follar a los jóvenes y aún más cuando los humillaba. Era un imprudente, el bellaco, pues por mucha placa que lleve uno encima, siempre puede haber un tipo que, metido en faena, te meta el palo de regaliz por donde más escueza.
Pitufo Guarrón siguió pitufeando, desentendiéndose de la seguridad de sus conciudadanos y saboreando los encuentros de unos jóvenes que terminaron por frecuentar lugares más alejados, donde el vicioso pitufillo no pudiera llegar. Pero una noche de verano una pareja imprudente decidió jugársela. Era una noche tonta y aburrida que al final desembocó en el descampado de costumbre y con las ventanillas bajadas, pues hacía un calor bochornoso y nadie cerca para fisgonear. O casi, porque como la mosca capaz de detectar la mierda a kilómetros de distancia, Pitufo Guarrón percibió el coche de los criminales. Se relamió los labios, preparó la linterna y se acercó con pasos mullidos para darles el susto de su vida. ¡Y vaya si los asustó! Pegó un grito, dio una patada en la puerta del conductor y alumbró al mismo tiempo a los amantes que, con las ventanillas bajadas, estaban más indefensos que nunca. Disfrutaba del desconcierto, del miedo, se sentía imponente y machote, como si le hubiera pateado los testículos al mismísimo Gárgamel, urdidor contra pitufos. Pero... bueno, el caso es que se oyó un sonoro “¡papá!”, y Pitufo Guarrón no dio crédito al hecho de que un tirillas bajito y con patillas se estaba zumbando a la niña de sus ojos. Se quedó alelado, incapaz de decir nada coherente. No me preguntes cómo pero al día siguiente se enteró todo el pueblo. Para mí que el de las patillas lo hizo a sabiendas.
     

jueves, 20 de agosto de 2009

1. Pelotanda

No quiero despistarte ahora al principio y que creas que soy un perturbado que sólo piensa en acabar con el prójimo tras una refinada y cruel tortura. Nada de eso, estoy convencido de que paso por un buen tipo, al menos para Bartolo, el pez al que alimento con sistemática puntualidad todos lo días a las cuatro de la tarde cuando llego de currar. Al pez se le ve feliz en el salón de mi piso, y si tuviera la más mínima sensibilidad para darse cuenta de que un ser superior… bueno, más alto y con pelo, invierte parte de su tiempo alimentándolo y, a veces, cambiándole el agua, se sentiría infinitamente agradecido. Seguro que lo piensa, Bartolo es un pez especial a pesar de ser naranja y haberlo comprado en el Carrefour, y en su mirada bobalicona siempre he encontrado agradecimiento tácito. No es un asunto baladí, sobrealimenta a tu pez o deja que el agua se enturbie y lo hallarás flotando de costado: es una imagen cabrona y persistente que se colará en tus sueños de manera insidiosa.
Entonces, ¿por qué hablar de maldad, por qué insinuar que aunque ahora no, he debido ser un maligno en mis vidas pasadas, en el caso de que las haya tenido? Porque es la única explicación que encuentro. Ahora que soy bueno y responsable debo pagar por el daño que sin duda cometí en otras vidas, ya que si no, no se explica la suerte de compañeros que me han tocado sufrir. No le encuentro mucha lógica, debí padecerlos cuando fui un criminal o un mal tipo, pero ahora la china se ha colado en mi zapato y cojeo desde hace un lustro por tan infames camaradas de viaje.
Trabajar 8 horas seguidas con un hijo o hija de puta al lado, una persona maloliente sin excusas –nada de sudor fuerte, resistencia contumaz al champú y al jabón- o un trastornado es una condena, sobre todo cuando en vez de cloroformo y una bañera grande de ácido, dispones de un pequeño pez anaranjado. ¡No me mires así! Son reflejos de vidas pasadas. Ahora, en cambio, que soy bueno y deploro la violencia pero no la estrategia, he de conformarme con defenderme de manera civilizada y proporcional. El problema es que en vez de adversarios inteligentes y malvados, uno ya sólo se topa con necios, ignorantes superlativos y soberbios sin fronteras, sin olvidarnos de los cobardes, por supuesto, los peores y más traicioneros.
Lo peor del asunto es cuando te persiguen. Tuve una vez una compañera de trabajo insufrible que peleaba con todo el mundo. Seguía tres reglas principales: meterse en cualquier asunto ajeno que podía –personal y profesional-, hablar mal de todos los compañeros con el primero que la quisiese escuchar, y pelotear hasta la náusea a cualquier jefecillo o encargada que se cruzase por su camino. A veces no hacía falta ni eso, ella misma baboseaba en las mesas de sus superiores. Pues bien, a estos tres defectos principales sumó el de la delación, cuando la empresa decidió prescindir de nuestros servicios. Digo nuestros porque ella y yo íbamos en el mismo lote, junto con más compañeros. La empresa argumentó que estaba en crisis y nos echó a los últimos contratados, nos lo comunicó una semana antes de rescindir nuestros contratos. Mis compañeros despedidos y yo, todos menos ella, a la que prudentemente mantuvimos al margen, decidimos escribirle una carta al cliente explicándole la situación. Se quedó perplejo, pues conocía el buen hacer de los despedidos y la empresa en todo momento le comunicó que a pocos de nosotros nos iban a echar. La realidad es que despidieron a la mitad del equipo y cuando nuestras espabiladas jefas se atrevieron a comunicarle la buena nueva al cliente (nosotros aún continuábamos trabajando), éste no sólo les afeó su conducta sino que les dijo que ya estaba informado por los trabajadores. La empresa montó en cólera e insinuó que tomaría represalias –pensé que querían azotarnos, porque el despido era improcedente aunque lo escribieran sin h-, y empezó a indagar quiénes y cómo habíamos llevado la iniciativa. ¿Te imaginas quién contó todos los detalles y aportó las pruebas de nuestra acción? Efectivamente, a Pelotanda –alter ego de la susodicha- le faltó tiempo para contarle a la jefa quiénes fuimos los responsables y de qué manera lo hicimos. No dimos crédito a la actuación y no porque no la creyéramos capaz, que por algo la mantuvimos apartada, sino por la inutilidad de su conducta. ¿Se pensaba que salvaría su culo vendiendo los nuestros? Pues sí, lo creyó con fe fervorosa, y equivocada, por supuesto, pues la largaron el mismo día y a la misma hora que a los demás.
Bueno, la historia pudo terminar ahí, pero el hecho es que cuando volví a encontrar trabajo, a los dos meses de empezar, entró una chica nueva en la oficina. ¿Adivinas? Efectivamente, Pelotanda. Menos mal que estaba avisado porque si no me da un chungo allí mismo.
No sé, tal vez siga una vida más sin redimirme y aplace para otro nacimiento la paciencia infinita y la defensa caballerosa, mi alma no es tan grande ni evolucionada como para ignorar los baños de ácido cuando pienso en Pelotanda.