2. Pitufo Guarrón
Conozco a una pareja xenófoba que a poco que hablaras con ellos te soltaban, viniera a cuento o no, que en España había demasiados extranjeros y que sólo venían a robarnos los puestos de trabajo y a traer enfermedades. También eran racistas, y eso que él puede pasar perfectamente por el primo bajito y moreno de Alfredo Landa, pero supongo que los hobbits son así, claro, después de lo de Frodo con el anillo cualquiera les discute que su propia raza es más bien feúcha. Hablo en pasado, ya no los oigo decir eso. La pareja tiene tres hijos varones que sobrepasan los 35. Uno de ellos se casó con una filipina, otro vive con una boliviana y el tercero permanece soltero, pero cambia de novia cada tres meses... en fin, ya no hablan mucho del tema y parecen felices con sus dos nietos y con la que, posiblemente, nacerá en unos meses.
También sé de una vieja señora que criticaba a toda mujer que saliera a la calle pintada y sin su marido. Las críticas hacia las de su mismo sexo empezaban desde la adolescencia y se prolongaban hasta las de su edad, por lo que cualquier fémina que pasara por la mirada obtusa de la vieja era una puta en potencia, sospechosa por cualquier actitud. Sus víctimas preferidas eran las separadas y divorciadas a las que, siempre a sus espaldas -aunque con una sonrisa cuando las trataba de frente-, desollaba vivas con su lengua brutal y venenosa. No sé, el caso es que hay situaciones que uno debe prever, sobre todo cuando tienes una hija treintañera, pero el caso es que la vástaga de la señora engañó a su marido, se enteró todo el pueblo y luego se divorció. Por este orden. La vieja cambió el discurso e hizo cerrada defensa de su niña, e incluso llegó a argumentar a la única amiga que le queda, que su hija se cansó de su marido porque no le daba sexo, ¡toma piruleta! Pero la historia continuó y al cabo de unos meses de convivencia con el nuevo novio, el campeón se cansó de ella y la dejó, así que la joven se buscó a otro novio, y luego a otro, y a otro... bueno, ya sabes, que la buena madre se hartó de la defensa y tomó la que, seguramente, fue la mejor decisión de su vida: callarse un rato.
Las fuerzas vivas del Universo son así de cabronas con el ser humano, golpean allí donde nos duele, con énfasis, reiteradamente, hasta que aprendemos la lección.
Un último caso ilustrativo, el más sangrante, quizás. Ocurrió en los 90. Cierto pitufo –policía local- se divertía en sus rondas nocturnas alumbrando con una linterna a las parejas que, civilizadamente, follaban en sus propios coches. En toda ciudad o pueblo que se precie suele haber un descampado o un lugar poco alumbrado propicio para estas situaciones. El susodicho, en vez de vigilar las calles del municipio que le pagaba, iba expresamente a las afueras del lugar para alumbrar a los amantes. De hecho, no se contentaba con ser un baboso mirón, sino que tocaba con la linterna en las ventanillas interrumpiendo cualquier acto, con lo que el susto debía ser mayúsculo y desagradable. Después, el muy perturbado, trataba de legitimar su actuación abroncando a los jóvenes por actitud indecorosa. Lo de Pitufo Guarrón tenía una doble vertiente: se excitaba viendo follar a los jóvenes y aún más cuando los humillaba. Era un imprudente, el bellaco, pues por mucha placa que lleve uno encima, siempre puede haber un tipo que, metido en faena, te meta el palo de regaliz por donde más escueza.
Pitufo Guarrón siguió pitufeando, desentendiéndose de la seguridad de sus conciudadanos y saboreando los encuentros de unos jóvenes que terminaron por frecuentar lugares más alejados, donde el vicioso pitufillo no pudiera llegar. Pero una noche de verano una pareja imprudente decidió jugársela. Era una noche tonta y aburrida que al final desembocó en el descampado de costumbre y con las ventanillas bajadas, pues hacía un calor bochornoso y nadie cerca para fisgonear. O casi, porque como la mosca capaz de detectar la mierda a kilómetros de distancia, Pitufo Guarrón percibió el coche de los criminales. Se relamió los labios, preparó la linterna y se acercó con pasos mullidos para darles el susto de su vida. ¡Y vaya si los asustó! Pegó un grito, dio una patada en la puerta del conductor y alumbró al mismo tiempo a los amantes que, con las ventanillas bajadas, estaban más indefensos que nunca. Disfrutaba del desconcierto, del miedo, se sentía imponente y machote, como si le hubiera pateado los testículos al mismísimo Gárgamel, urdidor contra pitufos. Pero... bueno, el caso es que se oyó un sonoro “¡papá!”, y Pitufo Guarrón no dio crédito al hecho de que un tirillas bajito y con patillas se estaba zumbando a la niña de sus ojos. Se quedó alelado, incapaz de decir nada coherente. No me preguntes cómo pero al día siguiente se enteró todo el pueblo. Para mí que el de las patillas lo hizo a sabiendas.
También sé de una vieja señora que criticaba a toda mujer que saliera a la calle pintada y sin su marido. Las críticas hacia las de su mismo sexo empezaban desde la adolescencia y se prolongaban hasta las de su edad, por lo que cualquier fémina que pasara por la mirada obtusa de la vieja era una puta en potencia, sospechosa por cualquier actitud. Sus víctimas preferidas eran las separadas y divorciadas a las que, siempre a sus espaldas -aunque con una sonrisa cuando las trataba de frente-, desollaba vivas con su lengua brutal y venenosa. No sé, el caso es que hay situaciones que uno debe prever, sobre todo cuando tienes una hija treintañera, pero el caso es que la vástaga de la señora engañó a su marido, se enteró todo el pueblo y luego se divorció. Por este orden. La vieja cambió el discurso e hizo cerrada defensa de su niña, e incluso llegó a argumentar a la única amiga que le queda, que su hija se cansó de su marido porque no le daba sexo, ¡toma piruleta! Pero la historia continuó y al cabo de unos meses de convivencia con el nuevo novio, el campeón se cansó de ella y la dejó, así que la joven se buscó a otro novio, y luego a otro, y a otro... bueno, ya sabes, que la buena madre se hartó de la defensa y tomó la que, seguramente, fue la mejor decisión de su vida: callarse un rato.
Las fuerzas vivas del Universo son así de cabronas con el ser humano, golpean allí donde nos duele, con énfasis, reiteradamente, hasta que aprendemos la lección.
Un último caso ilustrativo, el más sangrante, quizás. Ocurrió en los 90. Cierto pitufo –policía local- se divertía en sus rondas nocturnas alumbrando con una linterna a las parejas que, civilizadamente, follaban en sus propios coches. En toda ciudad o pueblo que se precie suele haber un descampado o un lugar poco alumbrado propicio para estas situaciones. El susodicho, en vez de vigilar las calles del municipio que le pagaba, iba expresamente a las afueras del lugar para alumbrar a los amantes. De hecho, no se contentaba con ser un baboso mirón, sino que tocaba con la linterna en las ventanillas interrumpiendo cualquier acto, con lo que el susto debía ser mayúsculo y desagradable. Después, el muy perturbado, trataba de legitimar su actuación abroncando a los jóvenes por actitud indecorosa. Lo de Pitufo Guarrón tenía una doble vertiente: se excitaba viendo follar a los jóvenes y aún más cuando los humillaba. Era un imprudente, el bellaco, pues por mucha placa que lleve uno encima, siempre puede haber un tipo que, metido en faena, te meta el palo de regaliz por donde más escueza.
Pitufo Guarrón siguió pitufeando, desentendiéndose de la seguridad de sus conciudadanos y saboreando los encuentros de unos jóvenes que terminaron por frecuentar lugares más alejados, donde el vicioso pitufillo no pudiera llegar. Pero una noche de verano una pareja imprudente decidió jugársela. Era una noche tonta y aburrida que al final desembocó en el descampado de costumbre y con las ventanillas bajadas, pues hacía un calor bochornoso y nadie cerca para fisgonear. O casi, porque como la mosca capaz de detectar la mierda a kilómetros de distancia, Pitufo Guarrón percibió el coche de los criminales. Se relamió los labios, preparó la linterna y se acercó con pasos mullidos para darles el susto de su vida. ¡Y vaya si los asustó! Pegó un grito, dio una patada en la puerta del conductor y alumbró al mismo tiempo a los amantes que, con las ventanillas bajadas, estaban más indefensos que nunca. Disfrutaba del desconcierto, del miedo, se sentía imponente y machote, como si le hubiera pateado los testículos al mismísimo Gárgamel, urdidor contra pitufos. Pero... bueno, el caso es que se oyó un sonoro “¡papá!”, y Pitufo Guarrón no dio crédito al hecho de que un tirillas bajito y con patillas se estaba zumbando a la niña de sus ojos. Se quedó alelado, incapaz de decir nada coherente. No me preguntes cómo pero al día siguiente se enteró todo el pueblo. Para mí que el de las patillas lo hizo a sabiendas.