viernes, 1 de enero de 2010

21. Míster Importante

El título se lo ganó con esfuerzo y tesón jodiendo a todo el que pudo sin ningún complejo. Recibió una buena educación de papá y de mamá y aprendió a pedir las cosas sin favor y por cojones, o a lo mejor no, quizás sus padres fueron pobres y honrados o decentes a secas, sin más información sobre su cuenta bancaria o bienes. Ya desde infante se dio cuenta de que las diferencias molaban porque a él le había tocado la parte alta, y aunque envidió siempre a quien creyó por encima de él se desahogaba humillando a quienes podía. Luego creció y terminó por abandonar los lastres de la infancia, las amistades de pantalón corto por otras de más caché y categoría, pero se percató de que en el instituto también había clases, y en el fondo su corazón se alegró porque supo que podía seguir aprovechándose de los más débiles, mirarlos por encima del hombro y burlarse de ellos, con el doble propósito de hundirlos para elevarse a sí mismo, como las ahogadillas de las piscinas y de paso recabar la admiración de lerdas aduladoras.
Llegó la facultad y la vida ya no tenía vuelta atrás, tal era la distancia que le separaba de los que no eran como él ni como los suyos. Ni saludarlos podía, casi se avergonzaba de que alguna vez hubiera habido cierta relación cordial entre él y los humildes. Nunca más, ya era universitario, a poco que pasaran los años ya sería jefe. Fueron, no obstante, años de cierta liberación, pues se dejó crecer el pelo, se compró una guitarra que nunca aprendió a tocar y fumó porros con una hippy de la que llegó a enamorarse. Tuvo un sueño loco de renunciar a la pátina, al papel que él mismo se dio en la obra de teatro, a vivir como un tipo decente, y todo fue por ella, pero un clavo saca a otro clavo y si no es un clavo es un tornillo, y el caso es que una niña bien lo apartó a tiempo de su desvarío, de su desvío vital, y la sociedad brindó el corte de coleta, el afeitado raso y el mentón alzado. Ahora sí, chaval, le dijeron, ahora que has superado el canto de sirenas puedes comenzar una prometedora carrera. Y vaya si lo hizo. Se convirtió en joven tiburón, dominó a sus secretarias y subordinados con mano de acero, con horarios quebrantafamilias, humillándolos, pero implicándolos sin rubor en sus chanzas y bromas cuando gustaba. No pasaba mucho tiempo en casa porque se cansó pronto de la niña bien, pero unos colegas mayores le señalaron el camino: “Déjala preñada, su familia estará más tranquila, ella se ocupará de alguien más y tendrá compañía, y tú más tiempo libre si eres inteligente, enérgico y no te dejas dominar”. Funcionó. Sobre todo porque luego vino lo mejor, el consejo que intuía pero que no llegó a precisar: “Déjate de aventuras extramaritales, de bares, puticlubs y discotecas, y no acoses tanto a la secretaria, ¡joder!, terminará marchándose y hace bien su trabajo. Búscate a una buena amante. A una mantenida; ganas lo suficiente para alquilarte un piso y estar con ella. Una casada mejor que una soltera, que tenga un marido dócil y no ponga en peligro tu vida, reputación ni estabilidad. Las llaves te las quedas tú, y no te preocupes si no accede a estar contigo cada vez que te apetezca, un poco de insatisfacción te hará más feliz a la larga. Seguirás cumpliendo con tu esposa y no te cansarás tan pronto de tu aventura. Si te hartas de ella, puerta, y a por otra”.
Volvió a funcionar, y se lamentó que los años pasaran más rápidamente de lo que debían, y de que aquellos que le precedieron y de los que aprendió, sus mayores, empezaran a envejecer y a parecerse cada día más a los otros, a los humildes: la vida los había diferenciado al principio para luego juntarlos, ¡qué putada! Pero entonces lo salvó una idea, la de perpetuar la especie, que sus hijos fueran como él para que disfrutaran de lo mismo, sintiéndose importantes, dominando a los demás y apabullándolos con tonos de voz, vacaciones canceladas o bromas de mal gusto. No es que les hubiera enseñado algo diferente, pero a los 40 se percataba de porqué debía hacerlo. Demasiado tarde, se lamentó; por lo menos con el niño: Borja era muy simplón como para ser un Míster Importante de verdad, sería un huevón con dinero, luego lo perdería todo en el juego y las mujeres. La culpa la tenía su mujer, claro. Pero la niña… la niña era diferente, había salido a él, la misma mala leche, el mismo ímpetu manipulador, la misma intención original de llegar a un colectivo humano y pensar: “¿De quién puedo aprovecharme?”.
Tenía cualidades, como una joven jedi, pero había que pulirlas y así lo hizo. Cuando cumplió los 50, su niña estaba a pique de terminar la facultad y era mejor qué él a su edad. Entonces comprendió que había llegado al culmen, a lo máximo que sería en la vida: dinero, familia, descendencia instruida y asegurada, amantes y prestigio. Ya no podría subir más, pronto, en 10 años, lo querrían jubilar, pero entonces llegaría una nueva etapa de esplendor con nietos que aleccionar. Y aunque la vida continuó y le deparó malas pasadas que socavaron su prepotencia –tactos rectales, impotencia y acoso laboral a su hija por otro de su mismo clan-, siempre creyó que valía más que los demás.