domingo, 25 de julio de 2010

50. El pintor de líneas rojas

Estimado amigo: sé que a veces mi trabajo es difícil de explicar desde la abstracción, me ocurre a menudo con mi mujer y mis hijos, o mis propios padres, no tienen una idea cabal de a qué me dedico, ven insano cuando no patético que un adulto salga a la calle con un cubo de pintura roja y una brocha o un rodillo y se dedique a marcar límites al personal. Si eso me ocurre con mi propia familia no espero tampoco que me comprendas a la primera, pero creo que sí es posible que lo hagas a la segunda o la tercera, como a ellos les ocurre. Resulta que yo era un tipo normal, con un curro normal –detestable, mal pagado y con peores jefes: normal- y unas ambiciones desmedidas, que superaban muchísimo mi capacidad de trabajo y mi talento. Extrañamente, con el paso del tiempo y en vez de dejarme la vida en mi lugar –uno patético, pequeñito y cerrado-, mi ambición y confianza fueron aumentando dentro de mí, y en un ataque de osadía y lucidez pensé que mi destino era salvar al mundo. Lo creí honestamente, pero como no sabía idiomas, o no más que el español, me abstuve de convertirme en el salvador de la Tierra y me conformé con serlo de España; de ese modo, además, podía pasarme los fines de semana en casa, honrando a mi familia y de paso las sacrosantas costumbres nacionales como la comida de los domingos en casa de la suegra, el polvo del sábado por la noche con mi señora y el fútbol desde por la mañana hasta el anochecer.
Convencido ya de cuál iba a ser mi destino profesional y vital, tracé un plan de actuación para comenzar mi carrera redentora. Lo primero fue abandonar mi trabajo normal; lo segundo establecer un horario de producción y lo tercero adoptar un nombre y una actitud. Compréndeme: tenía claro el objetivo pero no los medios para conseguirlo. El nombre iba a ser fundamental pues dependiendo del mismo, mi faena diaria iba a ser una u otra. Al principio, guiado por mis gustos y aficiones, quise fabricarme un disfraz de superhéroe, el Capitán España, pero diversos motivos me hicieron desdeñar la idea: primero, no sé coser; segundo, a más de un tarado se le habría ocurrido imitarme y/o apalearme (nunca monté un grupo mafioso por temor a que alguno de sus integrantes se le fuera la olla); y, en tercer lugar, pasearme por mi barrio como un embutido rojo y gualda sin carnavales de por medio o sin que jugara la selección española me hubiera ocasionado problemas secundarios que me habrían apartado de mi objetivo primario: salvar a España.
La primera reflexión me condujo a la segunda y fue la de plantearme que una acción directa iba a estar condenada al fracaso. El término salvapatrias es, con razón, despectivo, pues a menudo nuestra historia nacional ha sido prolija en ellos: militares, validos, reyes y otras gentes se llamaron a sí mismos salvadores y terminaron aprovechándose hasta de las cenizas de los muertos. Además, por mi carácter, corría el riesgo de convertirme en el cirujano de hierro, figura ansiada por la España de finales del siglo XIX y que consistía en un tío con la suficiente autoridad y poder como para poner a cada cual en su sitio (lo malo es que el cirujano terminó llegando y tuvimos hierro con el dictador durante 36 años).
Preocupado por mi posible desvío hacia el mal, pero aún convencido de que de verdad podía salvar a España, acudí a mi interior y recordé los consejos de un viejo maestro de Lenguaje, que siempre nos recomendaba usar la metáfora como figura literaria de primer orden. De ese modo, en el mayor ataque de lucidez de mi vida, me fui al Leroy Merlin y me compré un cubo de 5 kilos de pintura roja, una brocha, un pincel y un rodillo, y ya llevo cuatros años desempeñando mi labor. Por las mañanas salgo temprano de casa, vestido de pintor, con mi cubo y mi rodillo, me tomo un cazalla en el bar de mi primo y luego me pongo a pintar líneas rojas allí donde creo necesario. Nada escapa de mi ámbito de actuación porque todos necesitamos límites: desde el ciudadano, la empresa, la familia hasta la administración de turno, sea local, estatal, autonómica o de justicia. Soy, por decirlo de alguna manera, una Constitución Española ambulante, tipo Don Quijote, magnánima, sin meterme donde no me llaman, pero pintando allí donde no están claros los límites. Esa necesidad ya está resuelta y la gente, gracias a mí, sabe dónde no tiene que pisar. El problema viene con los corruptos, con los bandoleros de cuello blanco y sus amparadores. Pisan y se manchan y por tanto son reconocibles, pero hasta que nadie se atreva a castigarlos como deben, seguirán delinquiendo… y creando mal ejemplo para los que vienen detrás. Ahora que lo pienso, creo que necesito a un socio que se encargue de castigar al que se manche de rojo. Voy a ver si pongo un anuncio en el periódico y tengo suerte.