viernes, 11 de septiembre de 2009

5. Las tres hermanas de Holden Caulfield

No sé si me ocurrió la primera vez que lo leí, pero si no, fue a la segunda, y me refiero a El guardián entre el centeno, el magnífico libro de J.D. Salinger. Narrado por su protagonista, Holden Caulfield cuenta como lo expulsan de un selecto internado estadounidense y se marcha unos días antes de las vacaciones de Navidad a Nueva York, su ciudad. El chaval tiene 16 años y durante unos días deambula por la urbe sin que sus padres lo sepan, ya que ignoran que lo han expulsado y lo creen a salvo en el colegio. Holden se siente solo y busca compañía con bastante desespero, por lo que recurre a llamar a antiguos amores y colegas para pasar el rato, aunque luego acabe peleándose con ellos.
A pesar de que se publicara en 1951, no cuesta nada identificarse con Holden si uno tiene la más mínima sensibilidad; basta con la de un perro de porcelana. Caulfield es un inadaptado, un rebelde que lucha contra las reglas del mundo, sean buenas o miserables, un tipo melancólico y bastante despistado. Pero también es un chaval inteligente y noble, alguien diferente y sin duda mejor que sus compañeros de internado u otros personajillos con los que lidia a lo largo de la novela.
Si de adolescente disfrutaste del libro, de mayor lo saboreas aún mejor, y no sólo porque la historia se desarrolle en Nueva York, durante el invierno, con lagos de hielo donde patinan los enamorados; y tampoco porque transcurra en 1947, en un mundo ya contemporáneo pero a la vez tan lejano. Quizás ese sea uno de los ingredientes más sabrosos de la historia: comprobar que a finales de los 40 los adolescentes se comportaban como siempre lo han hecho.
El caso es que una de las veces que leí la novela, me demoré un poco más en un capítulo en el que Holden bajaba a la sala de fiestas del hotel donde se alojó por un día (tranquilo, no voy a contar mucho). La sala era un tugurio con orquesta, pero el chico tenía ganas de compañía. Le había fallado la cita con una joven y como no quería regresar a la habitación cautivo y desarmado, escudriñó el local y se encontró con tres chicas en una mesa cercana. Eran mayores que él, unos 30 años, pero el chaval contaba con su resolución y con que el partido lo jugaba en casa: era un neoyorquino en su territorio. En cambio, las tres jóvenes eran unas catetillas del noroeste americano, fuera de su hábitat natural, que llamaban la atención y no precisamente para bien.
Cuando Holden se acercó, las tres reaccionaron al unísono y quisieron espantarlo: era demasiado joven para ellas y no querían malgastar su tiempo en Nueva York con un niñato, y menos de noche: para una vez que iban a estar en su vida...
Pero como la vida es así de cabrona, el príncipe azul neoyorquino no apareció en la sala de fiestas, Frank Sinatra se fue aquella noche a una timba de póker con un primo suyo y Richard Gere aún no había nacido. Así que las tres mozas aceptaron al chaval en su mesa después de que Holden las invitara a bailar. Pronto se vio que aquello era un desastre. El chico, consciente de la tremendísima diferencia cultural e intelectual que le separaba de las tres turistas, cometió el error que todo adolescente de ese tipo termina por brindar: se burló de ellas. Las tres se ofendieron como sólo un bruto puede hacerlo ante la risa ajena. Si hubiera sido algo mayor, o no las habría abordado o se hubiera ido a la cama con la más asequible tras 2 copas y un “te voy a enseñar el Puente de Brooklyn que está ahí a la vuelta de la esquina”. Pero las tres se rebotaron y Holden estuvo a punto de perder la compañía. Entonces, para disipar el ambiente, el chaval deslizó un comentario, ya sabes, uno de esos tontos que uno hace sin maldad alguna y que termina por desencadenar un despido, una andanada de hostias o una separación. Resulta que de las tres, había una casi normal, pero las otras dos eran considerablemente feas, y Holden, como el que no quiere la cosa, le preguntó a las dos si eran hermanas.
Las catetillas se sintieron terriblemente ofendidas, porque “una cosa es que una sea fea y otra bien diferente y peor que la confundan como hermana de otra tía aún más fea”, debieron de pensar aquellos personajes ficticios. Y entonces me acordé de España y de lo que nos gusta a los españoles diferenciarnos los unos de los otros, exagerando las diferencias hasta el patetismo y soslayando los indiscutibles parecidos. Somos cutres y nos reconocemos como tales, pero coño, que el de al lado es más feo y huele peor.
En fin, que cualquier día me hago andorrano.