domingo, 12 de junio de 2011

94. Un instante de gloria
 
Mucha academia militar, mucha carrera universitaria en facultad pública, mucho master del universo en USA y una experiencia internacional del copón, pero lo único que se le ocurre al principito para rematar la faena a modo de despedida es decirle a la ciudadana que le pedía el referendo sobre monarquía o república que ya había conseguido su minuto de gloria. Se lo dijo con cierto enfado, como si la chica no tuviera derecho, como si el hecho de plantearle la cuestión en plena calle y delante de las cámaras de televisión fuera un acto hostil, un atrevimiento, una osadía que un príncipe tan guapo y apuesto como el nuestro no se mereciera. De ahí el gesto final, con mezcla de indulgencia real moderna con unas gotitas Borbón, en plan “si esto llega a pasar hace 50 años verás lo indulgente que habría sido”.
Fue un tanto decepcionante la actuación del futuro jefe de Estado, sobre todo al final, incapacitado como está (eso parece) para asumir una crítica a su forma de vida. Para añadir más humillación al encuentro, hasta un guardaespaldas tuvo que salir al recate dialéctico, preguntándole a la chica de una manera zafia y tabernaria si no tenía ningún problema más importante en la vida. Si el principito tuviera un mínimo de orgullo debería haberle dicho a su guardaespaldas algo así como: “Oye, colega, limítate a parar las hostias y las balas, que de los razonamientos ya me encargo yo”. Tampoco ayudó mucho la presencia hostil del presidente de Navarra ni sus furibundas intervenciones, en plan padre avergonzado de que una hija de su tierra se atreviera a plantearle a un tipo de vida fácil una pregunta educada pero un poco hijaputa.
Menos mal que Letizia es inteligente e hizo una retirada a tiempo que, visto lo visto, es lo mejor que se podía hacer. Ella está más acostumbrada a las críticas; él, en cambio, hasta ahora sólo lo llamaban desde las multitudes para decirle lo guapo que era. Mal acostumbrado, me temo, tenemos al heredero de la jefatura de Estado.
No soy monárquico ni juancarlista, pero hasta hace poco prefería vivir en una monarquía en vez de una república, porque me parecía que la corona jugaba su papel como muro de contención de la derecha más reaccionaria. “Mientras haya corona no habrá guerra civil”, pensaba. Hoy veo más a la Unión Europea como ese último muro cuasi impenetrable que nos separa a los españoles de una guerra fraticida. ¿Exagero? Ni de coña. El hecho de pertenecer a la UE es como tener una cámara de televisión que nos vigila permanentemente. Si pertenecemos a un grupo tan exigente, aunque vayamos en la cola, debemos guardar las formas, y eso significa no matarse entre nosotros por cuestiones ideológicas o por simples venganzas personales.
La monarquía, por muy parlamentaria que sea, casa mal con una democracia. Jefe de Estado sin elecciones, cargo vitalicio y hereditario… y mucha corte real viviendo del cuento y procreando como conejos. Pero hasta ahora la figura del rey había sido más o menos respetada, sobre todo por su actuación en el 23-F. Y la continuidad parecía asegurada con un heredero aparentemente moderno, que se casa por amor y que cae o caía bien.
Pero la falta de pan lo cambia todo, la falta de curro y la sempiterna crisis, que tiene principio pero no tiene fin, es demasiado fuerte y duradera. La hostia del ladrillo ha sido tan monumental como para plantearse hacer reformas en casa. La Constitución de 1978 se empieza a agrietar y si no se reforma a tiempo, la Monarquía ya no tendrá que preocuparse por los instantes de gloria de una ciudadana sino por el hambre de todo un pueblo. Y el hambriento no es paciente ni debe serlo.