sábado, 14 de noviembre de 2009

14. La cuneta

Tal vez la vieras por la tele como yo hará un mes y medio, no recuerdo su nombre, apenas observé su rostro y tampoco memoricé la localidad española de la que era vecina, poco importa, en este caso la desmemoria es una ventaja. Lo es porque su historia puede extrapolarse a muchos españoles que hoy rondan los 80 y que vivieron nuestra guerra civil de niños: en vez de bicicletas y nintendos, bombas y paseíllos. Caminatas nocturnas que terminaban en cunetas y descampados con gente tiritando de miedo y frío a la que asesinaban vecinos, conocidos o cualquier hijo de puta de turno. Los hubo en los dos bandos, no cabe duda, pero hay un matiz relevante: unos saben dónde están enterrados sus muertos y los otros no. Por eso no entiendo muy bien la oposición de gente de otra edad, de otras generaciones más afortunadas, que son las que hoy mandan en España y no sólo a nivel político, no entiendo, repito, su manifiesta oposición a que se abran las fosas, a que se excave en las cunetas y en los olivares y saquen de una vez a los muertos. Sería bueno, sería justo, y humano, en el mejor sentido de la palabra.
Ya no veríamos a la mujer de 80 años caminando por el andén de la carretera, torpemente y con muletas, pero también con el coraje de quien se rebela contra la injusticia y con el amor para velar a sus muertos. No sé, repito, no sé si era solo su padre o también su madre, y tampoco recuerdo si era una cuneta o unos pasos más adentro en el campo, no importa, otros de su edad tienen mas suerte y pueden entrar en un cementerio a limpiar lápidas y poner flores frescas: ella no.
Digo que no lo sé pero en realidad sí que comprendo por qué lo hacen, por qué miran a otro lado o llenan sus bocas de reproches e insultos, por qué les asusta tanto reconocer el derecho primordial de otro ser humano de disponer de sus muertos como mejor le convenga: se llama vergüenza. Y ni siquiera por sus actos, sino por los de papá o mamá, por los de los abuelos: “Esas cosas no hay que removerlas”, dicen. Sí. Hay que hacerlo, debe removerse la tierra: no sacan a sus muertos para echárselos a nadie en la cara. ¿Quién queda para los reproches? ¿Ancianos de 90 años para arriba? ¿Va a ir alguien a vengarse a la residencia? Si hubiera una cámara universal que recogiera nuestras infamias y vilezas y luego las difundiera apenas delinquiríamos: de nuevo, se llama vergüenza, y aunque hayamos perdido la capacidad de sonrojarnos nos atenaza de noche cuando apagamos la luz.
Camps sacó el otro día el tema y lo hizo de la peor manera posible: la de un perturbado moral. No se trata de alguien que haya perdido sus facultades mentales, sino que tiene gravemente alteradas sus nociones morales, de hecho están en proceso de putrefacción. Acusa a su adversario político, en sede parlamentaria, de desearle dar el paseíllo. De querer buscarlo en una camioneta de madrugada, de asaltar su vivienda y llevárselo a la fuerza ante la mirada de su mujer y sus hijos, de llevárselo y procurarle un nuevo amanecer tirado en una cuneta. Es tan vergonzante la acusación, tan miserable viniendo de quien viene, que no cabe la chanza ni el descrédito a través del sentido del humor o la ironía. Se ha disculpado, sí, como quien disfruta partiendo pies a pisotones para luego pedir un cínico e increíble –en el sentido estricto de la palabra- perdón.
Una virtud sí que tengo que reconocerle a Camps, sin embargo, un mérito insoslayable y extraordinariamente difícil de conseguir, sólo al alcance de muy pocos elegidos: ha logrado hacer bueno a Zaplana.
Ahora me toca pedir perdón a mí, a la señora de cuyo nombre no quiero acordarme, la que transita aún por el andén de la carretera para ver a un padre, y quizás a una madre, al que le quitaron unos desalmados en camioneta o a pie, de madrugada o por la tarde. Perdón, señora, por hablar en el mismo artículo de una persona digna como usted y mezclarla con gentuza.