domingo, 16 de septiembre de 2018

Zenda#historias de bicis


Motoretta
Cuando la vi en el salón de mi casa tenía ya una edad más propia para soñar con Vespinos que con bicicletas, pero allí estaba. Roja, con letras blancas y sillín negro y alargado. Robusta, sus ruedas nuevas y brillantes aún olían a goma. Allí de pie, sobre su pata de cabra, mi GAC Motoretta parecía la mejor bicicleta del mundo.
Y solo era mía.
De eso se encargó mamá.
-Hasta que no te cicatrice la herida no podrás montarla –me advirtió.
“Que me la deje a mí”, imploró Jaime, ya por entonces el más intrépido y egoísta de los hermanos. Si no adorara tanto el recuerdo de mamá, hasta podría decir que ya era un buen hijo de puta.
Mi viejo estuvo a punto de asentir.
-La bicicleta es de Pablo y la estrenará él –zanjó Mercedes Limón, defendiendo el derecho de su primogénito.
No sé si fui el favorito de mamá, como me asegura Laura, mi hermana. A mí entender fue buena y justa con los tres, solo que en aquel momento de fragilidad, aún convaleciente por la operación y a punto de que se me rompiera el sueño de ser el dueño en exclusiva de la bicicleta, sí que me sentí su ojito derecho.
Me había costado cara, desde luego, concretamente un ataque agudo de apendicitis que derivó en peritonitis y que por poco me envía al “cortijo de los calladitos”, como contaba mi viejo.
Mi familia era bastante humilde. Papá tenía una librería atestada de libros y deudas, con pocos aunque fieles clientes. Mamá limpiaba algunas casas, aunque teniendo en cuenta que llevaba su propio hogar y que cuidaba de tres hijos y un marido, no ganaba mucho. Claro que como ella decía:
-Vuestro padre gana el pan de esta casa y yo aporto lo de dentro.
Mamá era buena, pero no hacía milagros, así que la bicicleta estaba descartada del catálogo de regalos. Pero como la apendicitis estuvo a punto de aguarnos la fiesta, mamá sacó dinero de su cartilla para comprar en el local de Sebastián una bici de segunda mano.
Tuve la recuperación propia de un torero. Vale que contara con trece años y que a esa edad las heridas sanen rápido, pero a los dos días ya estaba pedaleando por el barrio. Jaime se chivó, por supuesto, aún exprimía la posibilidad de, al menos, compartir la bici. Sin embargo, mis viejos estaban tan contentos de verme sano y feliz que ignoraron al pequeño soplón. Y, por supuesto, la actitud de mis padres me dio libertad para negarle la Motoretta a mi hermano pequeño. Para siempre.
Me vino bien. Con la disposición absoluta de la bici, comencé a juntarme más con Diego y Javier, a la postre, mis mejores amigos durante la adolescencia. Los dos montaban sendas BMX, más modernas, rápidas y estilizadas que la mía, pero cuando se trataba de largas distancias –y pronto salimos del barrio para recorrer cientos de kilómetros por arrabales y descampados-, mi Motoretta y mis piernas ganaban la partida. No tardaron ni una semana mis compinches en reconocer la valía de mi bicicleta. A la segunda, ya estaban intentando convencerme de que se la dejara un rato a cambio de las suyas.
No acepté.
Que yo sepa, y desde que fuera mía, en aquella bici solo se montaron cuatro personas: mi hermana Laura –se la dejé un par de veces, aunque se quejaba de que era demasiado pesada y grande-; Jaime –en una sola ocasión y después de que mamá me lo pidiera-; Inés –una compañera del cole que me gustaba- y yo mismo. Ningún regalo en mi vida, ni siquiera de adulto, igualó nunca a la Motoretta.
La exprimí a tope. Me encantaba ver las manchas en los guardabarros después de las gloriosas tardes de aventuras con Diego y Javier. Me gustaba limpiarla, llenar con el hinchador sus ruedas, comprar parches para los pinchazos y ponerle en los radios de la rueda trozos de goma de colores diversos. A Sebastián, el dueño de la tienda donde mis padres la compraron, debió de gustarle mi actitud, pues después de preguntarme cómo me iba con la bici, empezó a darme buenos consejos para su mantenimiento.
No recuerdo el día en concreto en que me monté por última vez, pero debía andar por los diecisiete años. Diego y Javier ya hacía tiempo que tenían moto y ya no íbamos juntos, pero yo aún salía a dar una vuelta con mi vieja Motoretta. Me quedaba pequeña, aunque tampoco era muy alto y no desentonaba demasiado. Eso sí, cuando me llamaron a filas para hacer la mili, la guardé en la librería de mi viejo para que Jaime no la cogiera. A mi hermano pequeño nunca le gustaron los libros.
         A los cinco meses, en Cerro Muriano, provincia de Córdoba, el sargento me comunicó que me fuera a casa, que mi madre estaba enferma. No llegué a tiempo. En realidad ninguno de la familia lo hizo: mamá estaba sola cuando murió de un infarto en la cocina.
         No recuerdo muchos detalles después de eso, salvo el paso lento y lamentable de los días, la tristeza y el abatimiento. Acabé como pude el servicio militar, volví a la librería de papá para ayudarle y no volví a ver la bicicleta. Supuse que Jaime la había cogido y la había vendido o tirado por ahí. Él tampoco tenía ya edad para montar en la vieja Motoretta.
         No duré mucho con papá, pronto me marché de la ciudad a vivir mi vida.
         Hasta hace unas semanas. Mi viejo también murió, y entre Laura y yo (Jaime solo vino al entierro) vaciamos la librería. Fue ella quien la descubrió. La vieja Motoretta aguardaba sepultada tras columnas de libros. Mi padre debió dejarlos allí, olvidados, el día en que murió mamá.
         Ahora la tengo en el salón de mi apartamento. Julia me pregunta qué pienso hacer con ella.
No sé, quizás un día la saque a dar una vuelta.

domingo, 12 de agosto de 2018

Zenda #pasionesdeverano


Pequeña Júpiter
Vamos a enterrar nuestro verano,
Pequeña Júpiter,
antes de que lleguen los lobos
y lo despedacen.
O, peor aún,
antes de que se ahogue
en cualquier jardín romántico y decadente,
entre charcas con verdín, hojas muertas
y tazas olvidadas  de porcelana.
Hazme caso,
llevo en el Negocio
antes de que nacieras.
Es mejor que lo sepultemos nosotros
a que lo pisoteen los demás.
Así nadie podrá mancillarlo
y nos acordaremos de estos días
con una sonrisa.
Quizás no signifique nada para ti,
pero para mí es esencial,
porque a partir de este verano,
crearé una vida imaginaria
en donde seré feliz a tu lado.
Sin niños. Sin mujer.
Sin diferencias de edad.  
Ayúdame a cavar bien hondo, Pequeña Júpiter,
a sepultar lo nuestro
para que el otoño no lo encuentre.
Y a decirnos adiós con serenidad y sin melodramas.
Ya no nos aguarda nada bueno, cariño,
y se precipitan los marrones.
Lo huelo en el aire, en la tormenta de ayer,
en el desayuno de esta mañana.
Cuando llegue octubre
y entres en la facultad
contarás a cualquiera que fui un cabrón,
que me aproveché de ti,
que jugué contigo a sabiendas
y que tenía 40 años, mujer y dos hijos.
Di también que tus padres y yo veraneábamos
en la misma urbanización,
junto a la playa,
que cuidabas de mi pequeño David
y que por eso nos conocimos.
A los 17 aún es importante contar los detalles,
no te los guardes,
ya te llegará el tiempo de silenciarlos.
Créeme, Pequeña Jupíter,
si yo tuviera tu edad,
contaría por ahí
que llevo clavado el sabor
a polo de fresa
en el cielo de mi boca
por culpa de tu lengua fría.
Y otras cosas también
(quizás)
compartiría.
Pero ahora no.
Afortunadamente nos hemos conocido
en igualdad de condiciones,
porque tú eres demasiado joven
para buscar mis defectos
y yo suficientemente viejo
para ocultarlos un tiempo.
Pero esto se acaba ya, Pequeña Júpiter.
Esta noche será la última y después la enterraremos.
Te quiero, pequeña.
Te juro que me has dado
otros 40 años de vida.
Pienso dedicártelos uno a uno en mis sueños.

domingo, 8 de abril de 2018

zenda#cienciaficción



No permitas esa abominación
El sudor se enfriaba en su pecho cuando recordó las palabras de María:
-No permitas esa abominación.
Habían ido a un cine del centro, uno que daban películas del siglo pasado y que animaba a la gente a vestirse de época. A pesar de las oportunas indicaciones, aquello fue un batiburrillo del siglo XX, con mezclas tan dispares como los pantalones acampanados y las hombreras descomunales.
María y él optaron por ropas de los 40, vestían como Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca. De hecho acudieron en coche, en un DeSoto Coupe del 48, de color crema, un préstamo de Bernie, su jefe de por entonces. El coche era eléctrico y solo circulaba por tierra, pero los acabados eran impresionantes. Parecía mentira que lo hubieran imprimido hacía solo un par de años.
-Después hasta podemos echar un casquete, si quieres –bromeó él.
María sonrió.
Durante el primer intermedio fue cuando se cruzaron con Álvaro y… su mujer. Ingrid había fallecido en un accidente dos meses atrás. Se había caído de una escoba voladora durante la celebración de Halloween. A veces, las ganas de divertirse de los adultos se imponían a las más elementales normas de seguridad y sentido común. Parecía mentira que a mediados del siglo XXI aún permitieran las escobas y las nubes voladoras sin ninguna restricción adicional a no sobrevolar zonas habitadas.
Y Álvaro, el bueno de Álvaro que había luchado por conquistar a su mujer desde los 15 años hasta bien entrado en los 30 (¡a los 34!) no lo aceptó. Literalmente. Ni siquiera avisó a la familia de Ingrid. Tampoco organizó su funeral. Al final todos se enteraron, evidentemente, la ley exige informar de la muerte de cualquier humano. Es requisito indispensable para comprar un duplicado. También le incluyen un destello intermitente en la frente para que ningún vivo se lleve a engaño. A partir de ahí, los dueños pueden hacer lo que quieran, incluso vivir una mentira. La mayoría lo hacían en casa. De hecho la cosa empezó con las mascotas de los ricos, en concreto con el chimpancé progresado de Luc Kalifa, el campeón de motos voladoras. Había pagado por aquel mono cultivado en laboratorio una millonada. Al mono solo le faltaba hablar, y no era nada agresivo gracias a la modificación genética oportuna. Pero una gripe mató a Moly a los dos años de edad. Luc pagó menos de un cuarto de millón por una réplica igual a Moly, un androide. El mono daba el pego y Luc Kalifa volvía a sonreír. ¿Quién podía pedirle más a este cochino mundo?
El siguiente paso fue obvio. Ya existían los androides de evasión, robots sexuales con textura de piel humana. También con calor, olor y sabor. Solo les faltaba hablar porque gemir, ya gemían. Y tras el monito Moly, la actriz Vilma Lago encargó otro androide que en vez de funciones sexuales satisfacía vacíos emocionales. Acababa de perder a su bebé de seis meses.
Los androides se perfeccionaron al mismo tiempo que se abarataban. Bondades del capitalismo de la segunda mitad del siglo XXI.
Y para cuando Ingrid Romero se cayó de una escoba voladora y se partió el cráneo contra el suelo, ya ni siquiera eran noticia los duplicados. Hasta se llamaban así, en vez de replicantes, como inicialmente comenzaron a conocerse. Pero la duplicada de Ingrid Romero sí que fue la primera que María y él vieron, la primera conocida. Físicamente era igual que ella, salvo por la luz que cada 30 segundos destellaba en su frente. Su autonomía, por otra parte, era bastante limitada. Movimientos menos dinámicos y más restringidos, conversaciones banales. Sin embargo, su cara, sus gestos y su voz eran calcos de la auténtica Ingrid.
Lo peor, no obstante, fue la reacción de Álvaro. La duplicada no conocía a la pareja, algo normal porque en vida había sido solo una conocida. Los duplicados venían con un paquete básico de conocimientos familiares, pero no todos los que sobrevivían a los finados se prestaban a aportar información para crear a los duplicados.
-Son Carlos y María, ¿no te acuerdas, Ingrid? Fuimos compañeros en el instituto.
Claro que no se acordaba, pero en pocos segundos el ordenador que la duplicada llevaba en la cabeza recabó de las bases de datos toda la información que necesitaba  para actuar con normalidad.
-Hola, María, te sienta muy bien esta ropa, aunque no es de tu estilo. Por cierto, tu cumpleaños es dentro de una semana.
Silencio.
-Ha estado enferma, pero ahora se encuentra mucho mejor –la excusó Álvaro.
María se disculpó y volvió a su asiento. Cuando Carlos regresó a los pocos segundos fue cuando se lo dijo:
-Si me pasa algo a mí, no permitas esa abominación.
Desde luego. Cómo no.
Ahora el sudor seguía enfriándose en su pecho. Acababa de follar con la duplicada de María y eso que no hacía ni 24 horas que la había adquirido. Se dijo que iría poco a poco. Los fabricantes le aseguraron que le devolverían todo el dinero en caso de que no quisiera quedársela. Tenía seis meses por delante.
-¿Es muy habitual? –había preguntado.
-¿Devolver un duplicado? Menos del uno por ciento de nuestros clientes lo hace.
Carlos se había quedado mudo, nunca se había planteado un  éxito tan arrollador de los duplicados. El programador, intuyendo sus pensamientos, añadió:
-No podemos conseguir la inmortalidad, eso es un cuento. Pero podemos paliar el dolor. En eso somos los mejores.
Y de eso, en definitiva, se trataba.
Tenía que superar el divorcio.


jueves, 22 de febrero de 2018

zenda #poemasdeamor

Lobos que sueñan con nenas

Hoy he vuelto a ver la foto en la que aparecemos los tres,
la que guardabas en el cajón de la mesita de noche
porque te avergonzabas
de la cara somnolienta con la que salías.
Y, fíjate como son las cosas, mi amor,
que aún te sigo viendo guapa
a pesar de que me convencieras de casi todo.
“Es que tienes poca personalidad, cariño”, te reías.
Solo que a mí me daban igual los argumentos
con tal de tocarte, de olerte, de escuchar tu voz
y verte leer en el sillón
o caminar de puntillas por el pasillo
para endurecer tus glúteos.
Siempre fuiste la rara más sexi del mundo,
la mujer más hermosa con la personalidad implacable
de las magas y de las diosas.
Pero algún dios cabrón me la jugó en esta tragedia
y me dejó a mí vivo
para añorarte.
Me habría cambiado por ti un millón de veces.
Por ti. Por la niña. Pero sobre todo por mí,
para no ser el que se levanta por las mañanas
y tira de su vida como si fuera un fardo ajado.
El martes hizo cinco años
de aquella mala noche y ya soy capaz
de soportar el aniversario de tu muerte
sin el semblante de moribundo.
Hasta Claudia lo ha notado.
“Ya no duele tanto, ¿verdad, papá?”
“Claro que no”, le miento.
Sí que sigue doliendo.
Pero ahora me conformo con que una semana después
llegue nuestro aniversario de verdad, la fecha
en la que nos enrollamos por primera vez,
allí, en la playa,
delante de las olas y de nuestros amigos.
Así que ahora me parece una ventaja.
Primero triste. Después, menos triste.
Y luego ya se va pasando y uno va viviendo
a través de los viejos y gloriosos tiempos,
que fueron todos los que pasamos juntos.
Menos la última noche, claro,
cuando nos fundieron las luces para siempre.
Y esta vida que me ha quedado, si no fuera por Claudia,
que crece y comienza,
sería solo el recuerdo de la anterior.
Vale, me has pillado.
También está la nueva chica, la profe de Literatura
que sustituye a Laura por la baja de maternidad.
Ya nos hemos besado y nos queda poco para acostarnos.
El otro día estuvimos a punto,
pero Claudia se quedó sin su clase de inglés
y abortamos la operación “primer polvo y a ver qué pasa”.
Se lo tomó a risa y se lo agradecí.
Un día de estos te diré su nombre si veo que la cosa tiene futuro. 
Trata bien a nuestra princesa, quédate tranquila,
y a mí me cuida y me dice que coma más.
También que me abrigue el cuello y la garganta
(se ha fijado en mis cicatrices y creo que quiere
que no las luzca demasiado).
Es una mujer buena.
Es suficiente.
Con peores mimbres se juntan algunas familias.
El otro día –y ya termino, cariño- la niña
me recordó que de pequeña
(ahora tiene nueve años, joder,
cualquiera diría que ya es mayor)
la tranquilizaba cuando le decía que no soñaría
con lobos.
De lo que no se acordó
fue de la pregunta que me hizo justo la noche antes
de que pasara lo que pasó.
“Papi, ¿los lobos sueñan con nenas?”
Era una jodida premonición,
ahora me percato.
La noche siguiente te convertiste en…
bueno, ya sabes lo que ocurrió cuando salió la luna llena.
“Una vez me maldijeron”, me confesaste
la primera vez que nos acostamos juntos.
“Y creo que fue de verdad.
Pero han de darse muchas casualidades
para que la maldición se cumpla,
así que no te asustes demasiado.
Pero si alguna vez me sale mucho pelo
y unos colmillos grandes,
corre por tu vida.”
Aún escucho tus risas
y veo bajar y subir tus pechos desnudos.
Y, sin embargo…
Luna llena, amor presente, niña dormida en tus brazos
y el mar y el fuego disputándose a los valientes.
Aquella noche de junio pasó y aún me pregunto
cómo coño no sucedió antes
y por qué no te acordaste si solo era aquello.
Al principio te echaba la culpa.
Bueno, a mí también, después de todo fui
el que te clavó el cuchillo de plata en el corazón.
Solo que no eras tú, nena, sino un monstruo
que iba a devorar a nuestra princesa
y que ya me tenía agarrado
por el cuello.
Ojalá Claudia no hubiera estado.
Me habría dejado comer vivo por ti
antes de ponerte un dedo encima.
Y, tal vez, te hubieras vuelto humana y viuda
al mismo tiempo.
Me habrías llorado y te habrías recriminado
el asesinato.
Luego te habrían recetado diazepam,
como a mí,
solo que tú habrías salido adelante.
Lo sé, lo sé, soy un quejica,
pero dame tiempo.
Un año más.
O tal vez dos.
Ya está, cariño, cuídate,
la princesa sigue fenomenal
y se acuerda de ti.
No permitiré que te olvide.
Nunca.
Y sí, sé que estás orgullosa de ella.
Y de nosotros.
Te amo, mi niña,
a veces acaricio mis cicatrices
para sentirte cerca.

viernes, 2 de febrero de 2018

zenda #historiasdesuperación

Víktor
El doctor Emil Lazar había creído que desde su resurrección nada podría asustarle. Pero allí estaba, temblando a pesar de su nueva naturaleza, controlándose para que su creadora, Olivia Drakos, una rubia con los ojos verdes más bonitos del mundo no se percatara de que su pupilo era un cobarde.
-Tranquilo –le susurró mientras lo acompañaba por los pasillos de la mansión.
Bueno, pues tocaba de nuevo hacerse el hombre, aunque aquello ahora había dejado de importar, concretamente 15 días atrás, cuando la bella Olivia lo abordó en un café de la alameda, se lo ligó en unos minutos y, ya en su pequeño apartamento de estudiante (“solo para mí… y para ti”), en vez de follárselo, le chupó la sangre y acabó con su vida. Y algo más.
Qué vergüenza. No solo había llorado e implorado por su vida a la vampira, sino que en el momento del ataque, cuando sintió los colmillos de la mujer en su cuello, se había meado encima. Y a Dios gracias que se había parado ahí. Luego, cuando sus fuerzas mermaron y dejó de defenderse, se preparó para morir. Y entonces se vio tendido en el suelo, bocarriba, inmovilizado por ambos brazos. Y encima de su rostro, pendiente de él, ensimismada, Olivia lo miraba con la boca llena de sangre y un mechón de pelo suelto.
 “Joder, pero qué bonita es la hija de puta, si está a punto de llorar.”
Y de hecho lloró. Y al ver sus lágrimas, Lazar casi la hubiera perdonado a pesar de que acabara de chuparle un litro de sangre. Por cosas peores pasaban algunas parejas.
-Qué bello –gimió la mujer.
El joven médico se consoló por expirar entre los brazos de aquella belleza salvaje. Ya ni siquiera estaba asustado.
Sin embargo, ella no lo dejó morir. Olivia Drakos lo había elegido para alimentarse aquella noche. Era guapo, joven, lleno de sangre. Pero ahora, en su apartamento, mientras moría y lo miraba a los ojos, apreciaba toda la belleza en su expiración.
-Vivirás –le dijo.
Y luego lo besó y la sangre comenzó a entrar en la boca de Emil.
Dos días después resucitó para conocer en carne propia que los vampiros existían. Ella le enseñó todo. Los mitos de los que podía reírse (espejos, ajos, cruces, transformaciones) y los límites de la especie que debía respetar (el fuego, el sol, la decapitación). También le trajo a su primera víctima: un individuo pasado de rayas y alcohol. Le rompió la espalda antes de alimentarse de él.
De eso hacía dos semanas. Y esta noche Olivia le había citado en la mansión de Víktor.
-Es el líder de nuestra estirpe, el más sabio y poderoso, cuida de nosotros. Y ahora quiere conocerte, darte la bienvenida a la gran familia. Por eso antes quiero contarte su historia, quiero que comprendas su sacrificio.
>>Víktor huyó del Viejo Mundo a finales del siglo XVI, cuando los hombres y el fuego encontraron su tumba. Ya no se sentía seguro en la tierra de sus antepasados, así que se embarcó hacia Nuevo Mundo. Pero lo que no consiguió el fuego casi lo logra el agua, y su barco naufragó un atardecer en mitad del Atlántico.  Acabó en un islote pedregoso con dos supervivientes más: una madre y un niño. Víktor los salvó, había pensado alimentarse de ellos mientras aguardaba otro barco. Durante unos días, se las apañó para cuidar de ellos y ocultar su secreto al mismo tiempo. Cazó, construyó un refugio y hasta hizo fuego. Sabía que era cuestión de tiempo que el hambre le venciera y acabara devorando a aquellos dos infelices. La sangre de los animales (gaviotas y peces) lo envenenaba día a día.
>>Pero día a día, también, Víktor se fue enamorando de la mujer, de aquella pobre viuda, y se encariñó igualmente del pequeño hijo de cinco años. Él, que ya ni recordaba a su propia familia, se encontró con una nueva en mitad del océano. Y le afectó hasta tal punto que decidió ligar su destino a la suerte de aquellas criaturas. Así que nuestro padre decidió ayunar hasta la inanición con tal de que Eva y el joven Arminius sobrevivieran.
>>Pasaron las semanas y Víktor contó su secreto a la mujer y al niño. “Necesito que sepáis la verdad, solo así estaréis más seguros”. Y mientras tanto, el vampiro enfermaba entre ataques de locura que aplacaba clavándose los colmillos en sus muñecas y los accesos de felicidad en los que cuidaba de Eva y Arminius.
>>Un día, al atardecer, cuando Víktor salió de su refugio de piedras, el vampiro se percató de que la madre y el niño se habían ido. Descubrió las huellas. Un barco. ¡Los habían rescatado mientras él dormía! Nunca llegó a saber si Eva intentó esperarlo o alertó a sus rescatadores a que se dieran prisa. O quizás fuera el niño. O ambos. Pero se sintió feliz. Su mayor miedo había sido devorarlos, dejarlos secos como un pedazo de carne en salazón. Y había vencido, había logrado superar su hambre… para verse solo.
>>Víktor tardó más de 100 años en alcanzar las costas del Nuevo Mundo. Se llevó varado allí casi la mitad del tiempo. Jamás supo de Eva o de su hijo. Jamás volvió a probar la sangre de un hombre.
Emil asintió cuando Olivia terminó el relato. Habían llegado a la puerta de la biblioteca de la mansión de Víktor. Dentro, junto a más de 20.000 volúmenes, esperaba su dueño.
-Tranquilo –dijo otra vez Olivia mientras lo besaba-. Entra.

 Emil entró. Tenía muchas preguntas que hacer a ese padre de vampiros. Y la primera, por supuesto, era como sobrevivía sin la sangre humana. Y entonces lo supo. Quiso volverse para escapar pero no le dio tiempo. En un segundo Víktor lo alcanzó y le partió el cuello al tiempo que enterraba sus colmillos curvos y amarillentos en su carótida. La sangre sabía muy bien, pensaba Víktor mientras sorbía lentamente. No se olvidaría de felicitar a Olivia. 

sábado, 6 de enero de 2018

#cuentosdeNavidad, de Zenda

El espíritu de los tiempos
Acababa de despertarse, pero Noel pilló enseguida que aquello era juego sucio. Para empezar: ¿qué hacían esos tres en su dormitorio? ¿Y a qué venía la palada de carbón negro justo a los pies de la cama?
         -¿Qué coño queréis?
Noel se sentó en el colchón y se puso sus pequeñas gafas para la vista cansada. Al menos, la señora Noel había madrugado y no presenciaba la humillación.
-Feliz Navidad –dijo Melchor ante las risas de Gaspar y Baltasar.
-No le encuentro la gracia –se quejó Noel mientras sopesaba levantarse-. Además, aún estamos a 24 de diciembre; todavía faltan unas horas.
-El goldo se nos pone tieso –dijo Baltasar, imitando el acento cubano.
Melchor y Gaspar se carcajearon. Estaban algo más que achispados: sobre todo Gaspar, que parecía a punto de vomitar sobre sus babuchas doradas.
 Noel se animó a bajar de la cama por uno de los laterales libre de carbón, pero Melchor lo disuadió moviendo el dedo índice derecho.
-Aún no, hermano.
La sonrisa de Melchor le dio escalofríos. Era el peor de los tres a pesar de la mala reputación de Baltasar, un tipo pendenciero y grosero, amigo del tumulto y la fechoría.
-¿Qué queréis? –repitió-. Tengo mucho que hacer, en unas horas parto con Rudolph para llevar los regalos a los niños del mundo.
-De eso queríamos platicar ahorita –intervino de nuevo Baltasar, imitando en esta ocasión a un mexicano. A uno negro, claro.
-¡Ja! No pienso hablar con tres mendigos de Oriente sobre mi trabajo.
-Eso ha sonado un poquito racista, Noel –dijo Melchor-. No casa en absoluto con el espíritu de los tiempos.
-A mí me ha sonado antisemita –añadió Baltasar-. ¿Eres antisemita, Noel?
-¡No, por Dios!
-¿Supremacista blanco, quizás? ¿Crees que los negros somos unos mendigos?
Esta vez el acento de Baltasar había sonado como el de un segurata de discoteca de nacionalidad indefinida e intencionalidad clarita como el agua.
-¡Claro que no! ¡Para mí todos los hombres son iguales! –respondió, un poco acojonado, Noel.
-Esa es la base del problema, gordo, que crees que todos los niños son iguales –dijo Baltasar. 
-Y no lo son –remató Melchor.
-No, no lo son –intervino Gaspar, apoyado en la cómoda de la habitación de Noel.
Fue el único que no había querido viajar hasta Laponia, y no solo por el frío. A Gaspar le molaba procrastinar, dejar que los problemas se resolvieran solos, o que no lo hicieran, eso le daba lo mismo. Pero el corporativismo y su cobardía lo habían empujado hasta aquella habitación.
-¡Ah!, ¿no? –preguntó Noel. Estaba flipando. Y hambriento. En vez de estar desayunando sus huevos con panceta y su avena con leche estaba rodeado de tres tipos que apestaban a ginebra, marihuana y aguardiente. ¿De dónde habían sacado lo del oro, el incienso y la mirra? Noel dudaba de que a estas alturas de la civilización humana uno pudiera fiarse de algo.
-No. Para empezar están las fronteras. No es lo mismo Holanda que Alemania. Ni el norte que el sur –puntualizó Baltasar, que había adoptado la profundidad de un tertuliano televisivo.
-Lo que mi querido amigo Baltasar trata de explicarte, Santa…
-¡No me llames así!
Melchor sonrió. Aquello le divertía.
-Hablamos de mercados, Noel, simple y llanamente. Y nos estás quitando los nuestros.
-¡De eso nada! –bramó.
-Sí, y lo sabes. Nos creímos durante un tiempo la compatibilidad y todo ese buenrollismo escandinavo que te gastas, pero el caso es que nuestras tradiciones no han subido para el norte y las tuyas han bajado hasta el sur. No queríamos guerra, pero las noticias de España nos han obligado a tomar decisiones.
-¿España?
-El Gobierno ha modificado el calendario escolar. A partir del día dos de enero vuelven las clases. El día seis es todavía festivo, pero en cinco años dejará de serlo. ¿Qué te parece? Yo diría que intentan borrarnos del mapa, Santa, pero a lo mejor solo soy un neurótico muy susceptible –dijo Melchor.
-¡Os juro que no he tenido nada que ver!
-Lo sabemos, pero eso no cambia la cosa.
-En absoluto –atajó Baltasar.
Gaspar no respondió nada. Se había dormido reclinado sobre la cómoda sin hacer ningún ruido.
-Chicos, seguro que podemos arreglarlo.
-Claro, Noel: ponte malo, quédate hoy en casa y deja que nos encarguemos de todos los niños el seis de enero. Así tendrán claro que aún somos necesarios en el siglo XXI.
-No, no, eso no puede ser. Si me permitís –dijo Noel al tiempo que abandonaba la cama- voy a levantarme, a asearme…
Pero a Papá Noel no le dio tiempo a detallar su agenda, porque Melchor sacó un caramelo duro y pequeño que lanzó con todas sus fuerzas y puntería al entrecejo del lapón.
¡Clock!
Noel cayó de bruces al suelo.
Melchor y Baltasar actuaron rápido. Recogieron el carbón y metieron en el mismo saco al noqueado Noel, despertaron a Gaspar, y Melchor se introdujo en la cama. Baltasar, a punto de salir, se le quedó mirando.
-Sabes que no das el pego, ¿verdad? Él está mucho más gordo.
Melchor sonrió.
-No voy a encamarme con la señora Noel, solo a taparme hasta al cuello y dejar que la Navidad pase sin regalos. El veintiséis regresáis a por mí y dejamos que Santa se coma el marrón.
Sí, era un buen plan, solo que él tenía uno mejor. El día veintiséis recibiría a Baltasar, Noel y Gaspar con artillería pesada. El mundo había cambiado: Santa había ganado, era un hecho. Pero también que el gordo y él se parecían mucho. Si alguien tenía que desaparecer, que fuera Noel. Y los otros. Ya estaba harto de Baltasar y de su defensa de las minorías. De Gaspar y de su letal combinación de antidepresivos y alcohol. Que se fueran todos a la mierda. Arderían bajo el fuego amigo. Él era Melchor, mago de Oriente. Solo iba a cambiar un camello por unos cuantos renos.