sábado, 21 de noviembre de 2009

15. El seleccionador (I)


Esta semana recogí a un par de amigos en el aeropuerto de Valencia y me los llevé a casa. En realidad el itinerario fue un poco más extenso, ya que hubo varios factores que lo alargaron considerablemente. En primer lugar y antes de traérmelos al pueblo, debíamos pasar por otro sitio de la capital para recoger unas llaves. Marta, el localizador electrónico de mi amigo Manolo (la llamó así), nos condujo de una manera un tanto enrevesada al apartamento, así que a la vuelta, aunque seguimos al principio las indicaciones del localizador, hubo un momento en que me “sonó” la avenida por la que circulábamos y empecé a girar siguiendo mi exclusivo criterio de orientación. Debo decir en mi descargo que soy miope y era de noche, lo que contribuyó a cierta confusión espacial; el caso es que acabamos yendo por donde no era y llegamos a casa con media hora de retraso. No es mi récord, ni mucho menos, aunque nos reímos bastante y culpé a Marta de todo.
La cuestión es que mientras deambulábamos por la ciudad, pasamos por una avenida que no debimos cruzar y me topé con un edificio conocido. Hace unos dos años me pasé allí tres meses aprendiendo a cocinar. Es una institución pública y presumía de formar a los mejores cocineros de la Comunidad Valenciana. Las instalaciones eran muy buenas, el programa lectivo estaba diseñado con criterio y era bastante completo, y entre el profesorado, aunque mejorable, había gente de valía. Pero algo falló. Había por allí un tipo simpático y cincuentón, calvo y delgado, con pintas de intelectual, quien era el máximo responsable de la selección de los alumnos. Lo apoyaban dos chicas de unos 30 años, rubias, altas y pijas, como suelen ser casi todas las de recursos humanos, no acierto por qué… bueno, sí que lo sé.
El proceso de selección fue así: recepción de formularios, un examen psicotécnico para chimpancés intoxicados por un cólico de pistachos, y una entrevista personalizada con el tipo simpático o las pijas rubias. Las dos primeras pruebas pasaron sin pena ni gloria, ya sabemos que el spanish team deja lo mejor para el final: la entrevista. Antes de que comenzara nos reunieron en una sala. Estábamos citados cuatro personas por hora, pero por una combinación de hechos inusuales en nuestro país -falta de previsión, dejadez de funciones y desayunos funcionariales- nos llegamos a juntar 15 convocados en la misma sala. Me dediqué a observar. Había entre 15 y 20 plazas, y se supone que quedábamos cerca de 40, así que las posibilidades eran altas. En el primer minuto de observación descarté a seis aspirantes. Formaban un grupo ruidoso y tabernario: discotecas, drogas, mujeres, violencia… no se cortaron ni con los temas ni con el volumen de voz, y todo eso a cinco metros del ujier-que-no-se-perdía-ni-una. El chivato, vamos. Los otros no recabaron tanto mi atención, a excepción de dos chavales más que guardaron una actitud similar a la mía: observar en silencio.
La entrevista fue rutinaria, me tocó una de las dos rubias altas y pijas, que me preguntó por qué quería ser cocinero y por mis aficiones. Oculté lo de que escucho voces y mi fijación por las cabras alpinas; mentí en todo lo demás: salí contento. A la salida me esperé y vi como el grupo tabernario fue entrevistado casi por completo por el tipo simpático y con gafas. Luego regresé a casa.
A las dos semanas comencé el curso de cocina. Éramos 18: 15 chicos y tres chicas. De los dos observadores silenciosos y formales no quedaba ninguno. En cambio, los seis simios del grupo tabernario sí que estaban allí junto a otros dos orangutanes que debieron ir a la entrevista antes o después que yo; de las tres chicas, una era normal y las otras dos discotequeras trasnochadas. El resto del personal parecía que se había salvado del terrible gen zombi que pululaba por aquel centro de formación, encargado de ofrecer nuevas glorias a España y a toda la Unión Europea, que para eso pagaba el 80% del curso –para nosotros era gratuito-.
En los primeros 10 minutos de presentación, aquel prohombre encargado de la selección de los futuros defensores de la gastronomía valenciana y española, dejó aparcada su simpatía natural, trocó el gesto afable en seriedad amenazadora y nos dijo que no utilizáramos los recreos para fumar porros, robar material o prendernos fuego los unos a los otros. ¿Sicokiller aficionado o amamonado descomunal?, me pregunté. La solución, la próxima semana.