sábado, 5 de junio de 2010

43. Incómodos, auténticos y entrañables

Hay mucha verdad en ciertos malditos: actores, poetas, futbolistas, toreros… gente con extraordinarias cualidades o sin ellas que van por el mundo a pecho descubierto, no tanto por ignorancia o inocencia sino porque les importa una mierda la imagen que puedan dar. Se defienden lo mejor que pueden y pasan por la vida sin tratar de venderle a nadie que son limpios o puros, que serían unos magníficos vecinos o unos padres ejemplares, o los mejores maridos y mujeres que te pudieran tocar en el lote.
La reflexión volvió a surgir el jueves pasado mientras ayudaba a mi amigo David Vegas a poner una persiana en mi casa. Lo de ayudar es una ficción, yo me limitaba a pasarle el destornillador y a desembalar la persiana, poco más. En esa tarde de junio calurosa, con tormenta incluida, mientras taladraba la ventana y el vecino Husmearín fisgoneaba para ver si le derrumbábamos la choza, David y yo comenzamos a hablar de fútbol. Es un tema habitual entre nosotros, ya que simpatizamos con equipos diferentes y nos gusta discrepar al principio para luego acercar posiciones y concluir con la misma frase: “Al final todos son iguales, van a lo suyo, a por el dinero, es todo una mentira”. La frase anterior es más suya que mía, pero la suscribo la mayoría de las veces. Los clubes de fútbol, como los Estados europeos, se dedican a tirar ambientador para encubrir el olor a mierda y ocultar la fuga de la bajante, hasta que al final termina por reventar y nos llenamos de marrón hasta en el cielo de la boca.
Pero realmente, lo que más me gusta de mis conversaciones con David es que recuerda con total nitidez las viejas glorias futbolísticas de mi infancia. Es siete años mayor que yo, y los jugadores de mi niñez –los que siempre gustan más- fueron los de su adolescencia, y juntos pasamos buenos ratos recordando no a cracks o a balones de oro, sino a jugadores de fútbol golfos e informales o rematadamente malos que nos alegraron las tardes de la década de los 80 y de la primera mitad de los 90. El jueves les tocó el turno a dos viejas glorias del Cádiz: a Carmelo y a Mágico González. A los dos los vi por la tele y todavía más en las estampas que me jugaba con mis amigos en la calle. Quizás no se parecieran mucho: Carmelo era calvo, con bigote, con pinta de funcionario de ayuntamiento o de policía municipal. No era rápido, no era contundente ni tenía una forma física envidiable. Pero el Beckenbauer de la Bahía estaba siempre en el campo: cuando recibía cuatro goles del Madrid y cuando ganaba los últimos partidos de la liga para no descender a Segunda. El tipo no se escondía. El otro sí que era un golfo, sin paliativos. Un tipo menudo, moreno, con pelo negro y rizado, a veces más corto y otras melenado, un talento natural que podía darle más de 20 toques a un paquete Winston sin despeinarse el bucle del flequillo, pero también capaz de quedarse dormido en los vestuarios, llegar a un partido de fútbol con una hora de retraso, cerrar las discotecas y bares o regalarle los zapatos a un compañero de farras y marcharse a su casa andando descalzo. Así era Mágico y así Carmelo, tipos que no han sido estrellas, que no eran los mejores, que no eran intachables, bastante cuestionables, criticables… pero respetados y queridos por la afición. Tipos auténticos que despreciaron salir siempre guapos, ser políticamente correctos y untadores de baba al poder, al dinero y a la gloria. Esas cosas se notan, y más con los años. En tiempos de deportistas con sonrisa de anuncio, de seres perfectos y falaces como Tiger Woods, obligados a llevar máscaras confeccionadas por sus padres, esposas, representantes, clubes y marcas deportivas, Carmelo y Mágico González representaron justamente lo contrario. La espontaneidad, la vida, lo auténtico; en las tardes de gloria y en las de derrota también. En los tiempos que corren de chiringuitos financieros, políticos corruptos, estadistas mediocres y de mercadotecnia, tiempos de golfos y golfas por doquier, las personas de verdad son las que conservan el valor añadido. Gente incómoda, auténtica, entrañable, quizás no sean los mejores, pero mil veces preferibles a los que temen los micrófonos abiertos y las cámaras indiscretas que nos muestran su doble condición de miserables: la propia de cualquier ser humano y la añadida por tratar de ocultarla.