sábado, 26 de diciembre de 2009

20. Un cuento de Navidad

Tras sobrevivir a varias indigestiones alimentarias por los excesos de los últimos días y a una leve intoxicación etílica el día de Navidad, lo primero que hice cuando me recuperé, ayer por la tarde, fue consultar la tabla güija que me compré en los chinos para convocar a uno de mis escritores favoritos. Necesitaba un cable creativo y qué mejor que un escritor muerto para echármelo. Si hubiera tenido cerca a mi amigo Juanlu le habría pedido ayuda en la consulta fantasmal, pero como estaba un poco lejos y en la güija no paraban de colarse fantasmas vengadores con bastante mala leche, hube de retirarla en seguida para evitar males mayores. Así que, un poco decepcionado, cogí un libro de Dickens y comencé a leerlo para ver si el fantasma se daba por enterado.
No sé lo que pasó, la verdad, yo no creo en estas cosas porque traen bastante mala suerte, pero se ve que por jugar con el ectoplasma del Universo, tres fantasmas se presentaron en mi piso. Mi chica no estaba en esos momentos aunque sí Bartolo, mi pez naranja del Carrefour, pero se escondió tras su cofre del tesoro.
“Ya sabes como va el tema, Ricardo: fantasma del pasado, presente y futuro, los tres se darán una vuelta contigo para que saques unas conclusiones valiosas y todo eso” -dijo una voz espectral por encima de mí.
-¿Dickens? –le pregunté un poco acojonado.
“¿Quién si no?”
-Tú no sabes español –me atreví a puntualizar.
“Bueno, está bien, no soy él sino su traductor, pero a ti te va a dar lo mismo, ¡coño!, que encima de que te ayudamos empiezas con remilgos. Aprovecha bien tu tiempo”. –dijo la voz espectral y me quedé a solas con los espíritus.
Los observé, me observaron, comencé a silbar para ganar tiempo –una técnica de la Cía- y uno me interrumpió.
-¿Tienes boquerones en vinagre?
-Esto… no, la verdad es que no, ¿coméis? -pregunté atolondrado.
-¿Cómo vamos a comer si no tienes boquerones? –preguntó el segundo fantasma-. Tal vez el pez naranja ese sea un buen sucedáneo.
-¡No! –dije con ímpetu-. Está bien, no sé cómo funciona, pero se supone que debemos hacer un viaje por mi vida para que me enseñéis algo importante. ¿Cómo lo hacéis, voláis?
Los tres fantasmas se carcajearon en mi cara, el del futuro hasta me animó a salir por la ventana para probar, pero capté la indirecta
-Mejor bajamos por el ascensor –dije, y salimos a la calle el día de Navidad a las seis de la tarde.
De una vuelta por mi vida nada de nada, el pasado y el presente los tenía más o menos controlados, y los dos fantasmas estaban más interesados en encontrar un bar y tomar algo que en mí. El fantasma del futuro parecía algo más sosegado y maduro, pero no nos llevamos bien y se negó a contestar todas mis preguntas, sólo cuando le pregunté si iba a quedarme calvo comenzó a reírse. El muy cabrón.
No había nadie por la calle, ningún bar abierto, pero al final hallamos un horno con servicio de cafetería y nos metimos los cuatro para entrar en calor. Yo me pedí un café y mis tres acompañantes una tapa de boquerones en vinagre, pero como no había, se conformaron con una botella Cointreau y se la abrevaron de mala manera, bebiéndosela a morro de tres tragos cada uno, como si no hubieran bebido nada más que saliva en los últimos 400 años. La del horno estaba alucinada, pero cuando pidieron la segunda botella de Cointreau se alegró por el negocio. Yo miré dentro de mi cartera para ver si iba a poder pagar el despropósito, y como vi que no, hice de tripas corazón y les propuse una ilegalidad.
-¡Parad ya, cabrones, nos vamos a meter en un lío por vuestra culpa! A la de tres –susurré-, nos ponemos en pie y salimos corriendo. No lleváis dinero, y yo apenas tengo para el café y tres cuartos de la primera botella que os habéis mamado.
Los tres me miraron muy serios, parece que los había convencido, pero cuando iba por el dos y medio, dos policías locales entraron en el horno para pedirse sendos cafés. Nos miraron con curiosidad, y para disimular, el fantasma del futuro pidió una nueva botella de Cointreau. La tercera. Esperamos hasta 40 minutos y pon fin los dos policías se fueron, así que repetí la consigna, pero los tres fantasmas ya habían bebido tanto que estaban bravucones y pendencieros. El fantasma del pasado amenazó con partirme la cara, pero al final se sosegaron y entraron en razón. Así que conté: uno, dos y tres. Y salí corriendo. Y los tres fantasmas me dejaron salir primero para a continuación gritar: “Al ladrón, al ladrón”. Y me persiguieron por todo el pueblo, incluido los dos policías locales y la dueña del horno, todos liderados por los tres fantasmas cabrones que no paraban de gritar “al ladrón, al ladrón”. Pensé en pararme y discutir el asunto, pero comprendí que en esos momentos el criterio de racionalidad había que guardarlo y dejar paso al instinto de supervivencia, así que corrí como nunca hasta llegar a mi piso sano, a salvo y reventado por el esfuerzo.
Aún no había llegado mi chica, cogí una toalla y me sequé el sudor de la frente y me recosté en el sofá para ganar aliento. Desde el balcón seguí escuchando una carrera loca que ya había involucrado a medio pueblo.
Debí quedarme dormido, porque escuché la amable voz de mi chica despertándome. Ya no sudaba, no vi la toalla y mi ropa de calle se había mudado por el chándal azul oscuro tradicional que visto en casa.
-¿Ya has descansado? Hoy te has pegado un buen lote de comer y de beber –me dijo.
Respondí con monosílabos, me apresuré y fui al despacho pero no vi la güija ni el libro de Dickens, o sea, seguían guardados y no desperdigados como los dejé. Volví al salón y suspiré aliviado, comencé a reír y le dije a mi chica:
-¿A qué no sabes lo que he soñado?
-Un segundo, perdona –me respondió-, ¿qué son esas tres manchas verdes que hay en el suelo?
Miré hacia donde me indicaba y vi las tres huellas de ectoplasma que los fantasmas beodos y pendencieros habían dejado en el salón de casa. Luego, mudo de terror, escruté la pecera en busca de Bartolo. Seguía escondido tras de su cofre del tesoro, el pobrecito.