miércoles, 10 de agosto de 2011




Durante las dos próximas semanas voy a dedicarme a vaguear un poco, así que la Taberna permanecerá cerrada hasta finales de agosto. Un abrazo a tod@s.

domingo, 7 de agosto de 2011

102. El vuelo del buitre

El buitre aleteó fuertemente para conseguir elevarse y convertirse una vez más en el señor de los aires. Había comido un trozo de carne con sabor raro que le inspiraría durante unas horas la capacidad de razonamiento de un hombre, sabía que duraría poco y que luego volvería a su vida de carroñero incomprendido, así que decidió estrenar su raciocinio alejándose de los demás buitres para poder pensar a gusto, para entablar una conversación interna, introspectiva, que le permitiera sacar conclusiones o simplemente pasar la mañana.
Planeaba sobre Monfragüe y vio el Tajo y la dehesa extremeña, las encinas y las peñas rocosas: aquel paisaje, comprendía ahora, era suyo y no de los tristes bípedos sin plumas, ningún hombre o mujer podía abarcar la belleza del paisaje como el buitre lo hacía, ni siquiera sus iguales: “aunque por unas horas yo tampoco tendré iguales y seré único en el mundo, un buitre pensador y carroñero, luego volveré a mi vida y ya está, mi tiempo de esplendor lo habré invertido en este vuelo. Doy gracias a quien haya de recibirlas porque la mañana sea limpia y clara, porque no llueva y pueda volar hoy más libre que nunca”, pensó.
De repente el buitre miró hacia arriba y vio un águila imperial y se quedó prendado de ella. No lograba recordar si en su vida pasada, a la que en breve regresaría, aquella hermosa ave era temida o ignorada, si era amiga o simple competidora, pero no le importó, alabó la ignorancia del dato si tenía razonamiento para suplirlo, y se limitó a seguirla por unos segundos a través del aire, compartiendo el mismo oxígeno y la brisa, danzando con el águila en un baile que no pasó inadvertido para los humanos.
Los miraban desde abajo y los señalaban pero no a él sino ella, a la majestuosa ave, y con un punto de envidia comprendió que nunca un buitre por muy leonado que fuese podía ser el señor del aire mientras hubiera un águila imperial cerca. “Lucidez, para que te quiero si me enervas y me muero”. Pero el buitre se sentía bien a pesar de percatarse de que había alguien más bello, se sentía parte del engranaje universal, cumpliendo su misión, interpretando su papel. Viró en el aire y planeó con toda la envergadura de sus alas extendidas, alejándose del águila que compartió su vuelo, sabiéndola ignorante de aquel instante que había sido únicamente de los dos. “No, en realidad sólo mío, pues ella ni me vio y si lo hizo me ignoró como yo lo he debido hacer durante mi vida. Tendría gracia que a mis años lo dejara todo por un águila imperial a la que amo y envidio al mismo tiempo. ¿Qué sentimiento se impondría? Mi familia nunca lo aceptaría, mi bandada, tampoco, y ella probablemente me mataría antes de aceptar que acercara mi curvado y poderoso pico a sus bellas plumas, así que ando jodido o, mejor dicho, vuelo doblado… en fin, humor contra la decepción”.
El buitre comenzaba a tener hambre y comprendió que su momento de gloria llegaba a su fin: “si al menos quedara todavía algún pedazo de carne sabrosa de la que comí y me infectó con este virus de la inteligencia, podría repetir, claro que a lo mejor no recordaría por qué escondo tal manjar y la consumiría enseguida, recobrando a la vez la inteligencia y la certeza de que nunca más volvería a ser un buitre racional y carroñero. Así que, llegado mi momento de mayor transcendencia en la vida, a punto de caer de mi propio paraíso cual ángel miltoniano, haré algo que merezca la pena, lo recuerde o no para el futuro, lo aprecie o ignore la comunidad en la que vivo”.
El buitre se elevó unos metros en el aire y luego descendió en picado y en vuelo rasante sobre un grupo de senderistas que visitaban las ruinas de un castillo. Eligió el grupo más numeroso, compuesto por adultos y niños de ropas brillantes, que transpiran y protegen contra los rayos ultravioletas. Todos señalaron al buitre, todos se asustaron al ver cómo se acercaba, todos se agacharon… y en el último momento, un poco antes de llegar sobre ellos, el buitre soltó su cagamento sobre la nutrida concurrencia. La aceleración y la ley de la gravedad hicieron el resto y al grupo le cayó una soberana lluvia de mierda de buitre leonado.
“Me cago en la humanidad, literalmente”, fue el último pensamiento racional del buitre.
Un turista, que había contemplado la escena sin mancharse, miró con sus prismáticos al buitre que se alejaba: el cabrón parecía que se estaba riendo.