sábado, 19 de septiembre de 2009

6. Paredones imaginarios

A pesar de lo que digan las malas lenguas no soy un pedazo de carne olvidadiza y sin sentimientos; yo también tengo esos días especiales en los que me levanto de la cama algo mohíno, desganado y triste, con ganas de comer chocolate (o fumármelo, ¡perdón!, lapsus de vidas pasadas). Vamos, que soy viril con corazón. Lo que ocurre es que en vez de preguntarme a qué saben las nubes o ponerme a llorar por alguna melodía, me da por lo mío, o sea, a crear imágenes mentales repetitivas que me entretienen durante algunas horas. No sé si es sano, pero sale gratis y no te meten en la cárcel, ventajas insoslayables hoy día para cualquier adulto.
Mi imagen favorita para los días de misantropía aguda, esos en los que te cargarías a media humanidad, es el paredón. Suena fuerte, pero no creas, todo queda ahí, en el cerebro. De momento.
El juego empieza de la siguiente manera: cuando me doy cuenta de que voy a tener una jornada sangrienta, intento retrasarla lo máximo posible. El placer llega cuando empiezan las ejecuciones sumarias, así que no pasa nada por esperarse un poco, lo voy saboreando. Trato de desviar mi pensamiento hacia los aspectos positivos de la humanidad, como que en unos 10.000 años hemos salido de las cavernas y conquistado la Luna, o que se ha reducido la mortalidad infantil o incluso que se haya creado un sistema como el de la Seguridad Social. En fin. Pero entonces ocurre lo inevitable, lo que sabía que iba a pasar aunque tratara falsamente de ignorarlo, el resorte, el clic, la primera ficha de dominó que cae. No sé, un conductor agresivo que casi te atropella en un paso de peatones, una contestación del funcionario de turno, un niño extravertido en el autobús o en el bar cuyos padres no lo educan ni silencian... chiquilladas, insignificancias que te tocan el alma y un poco más abajo también.
Ok, en ese momento comienzo con la selección. Ni sexo ni ideología ni religión ni color de piel... nada, sólo me guío por un criterio: si es cretino se le mata, si no, se salva; en caso de dudas, al paredón; para una cosa que no hace daño real no voy a andarme con remilgos. Ahí empieza la diversión, y voy levantando con una sola mirada paredones por doquier, en mitad de las calles, en el gimnasio, en las aulas, cualquier sitio es bueno para levantar una pared y que apoyen sus espaldas las víctimas de mi pasatiempo favorito imaginario.
-¡A ver, sonreíd para las fotos! –le digo a la multitud mojigata e ignorante, desconocedora de lo que se va a desencadenar.
Y comienzo: ¡Rakatakatá, rakatakatá! y la metralleta empieza a tirar balas y los cretinos a caer, y nuevos paredones imaginarios se levantan y más víctimas son engañadas por la vil y mezquina mentira de que voy a retratarlas. Y así puedo pasarme minutos de gran actividad, y luego, de manera intermitente, ir seleccionando a más cretinos para las ejecuciones futuras. La diversión termina cuando fusilo a un inocente. Es inevitable, en medio del frenesí vengador y asesino alguien te pregunta la hora o te hacen una llamada y te lo terminas cargando, por interrumpirte. Y ahí paro, con cierto sentimiento de culpabilidad que se disipa en segundos y mucho más tranquilo que cuando comencé.
Vale, puede que haya cierto trastorno sicológico o afectivo en lo que estoy diciendo, tal vez algún foskito caducado durante la infancia o alguna papilla adulterada, incluso alguna reprimenda de mis padres, qué sé yo, los sicólogos dicen que esas cosas marcan terriblemente, y no es que lo comparta pero mola tener una justificación para cargarte ficticiamente a unos cuantos.
En mi descargo añado que el juego no es sanguinario, no me recreo en la sangre, de hecho las víctimas caen abatidas y desaparecen, cual juego de ordenador. Ya ves, soy un hombre civilizado, además, hago mi particular contribución a la humanidad desalojando el mundo de tanto personal nefasto. Lo malo es que cualquier día me quedo solo, bueno, creo que Bartolo, mi pez naranja del Carrefour, se quedaría conmigo, aunque a veces cambia su habitual mirada bobalicona por unos ojos inyectados en sangre, como si él también pensara en paredones y quisiera echarme una foto. ¡Glub!