sábado, 8 de mayo de 2010

39. Alguien tiene que contarlo

Si estudié periodismo siempre fue con la idea de que me ayudaría en mi camino por convertirme en escritor, nunca tuve ese deseo innato o forzado de algunos por aparecer en los medios de comunicación y contar lo que otros hacen, dicen o piensan; siempre he pensado que es mejor hacerlo que contarlo. Pero hay una sana excepción que redime a los periodistas y a los medios de comunicación de sus muchos defectos: cuando cuentan la crueldad, el vilipendio, el asesinato… cuando el periodista saca el boli o el portátil para informarnos de los delitos de los villanos. No es una tarea exclusiva de los plumillas, por supuesto, pero suele ser el oficio de sus mejores espadas.
La semana pasada me acabé de leer Idealistas bajo las balas, un libro del hispanista británico Paul Preston, que narra las vicisitudes de los corresponsales de guerra extranjeros que vinieron a España para contarle a Europa y al resto del mundo nuestra guerra civil. Eran americanos, rusos, ingleses, franceses, italianos… un grupo variado de hombres y algunas mujeres, que convivieron con republicanos y rebeldes, y que vivieron las atrocidades de una guerra que terminaría por propagarse por el mundo entero. Algunos de ellos, los primeros en ver los uniformes de italianos y alemanes en suelo español, ya advirtieron a sus contactos en Reino Unido, Francia, Unión Soviética y Estados Unidos, que Hitler y Mussolini utilizaban España como campo de pruebas, que su ayuda al golpista Francisco Franco no era una mera anécdota, y que si ganaban en España, como ocurrió, las democracias occidentales iban a enfrentarse a una guerra contra el nazismo y el fascismo. No eran diplomáticos, no hablaban un lenguaje políticamente correcto, se emborracharon y se fueron de putas dentro del hotel Florida, en el Madrid sitiado… pero pisaron la calle, hablaron con las familias rotas, con los soldados y sus oficiales, fueron ametrallados ellos mismos, apresados e incluso fusilados: sabían de lo que hablaban y lo hicieron, sus mensajes llegaron incluso hasta los mismos líderes de sus países. Roosevelt lo supo, y también Léon Blum (Francia) y Chamberlain (Reino Unido). Pero bien fuera por cobardía, ignorancia, necedad o la mezcla letal de las tres, los que pudieron no pararon a Hitler a tiempo, cuando pudieron y donde tocaba. Mientras que los generales golpistas se beneficiaron de la ayuda de las potencias fascistas, el gobierno de la República sólo tuvo la ayuda de voluntarios –Brigadas Internacionales- y la presencia testimonial de los soviéticos. Y todo eso lo contaron gente como Jay Allen, el estadounidense que confesó que jamás volvería a presenciar una corrida de toros cuando entró en el coso taurino de Badajoz y vio la sangre reseca de los republicanos ejecutados en el albero. O George Steer, un sudafricano que llegó hasta Guernica y narró el bombardeo y destrucción del municipio vasco por parte de la Legión Cóndor (alemana) a petición de Franco, desmontando la mentira franquista de que fueron los republicanos quienes dinamitaron la ciudad.
No es, desde luego, un libro neutral. Un buen juez, cuando manda a la cárcel a un asesino, tampoco lo es, pero sí ha sido objetivo: ha conocido unos hechos, ha aplicado una legislación y llega a una conclusión en forma de sentencia. Del mismo modo, Idealistas bajo las balas cuenta sobre todo las experiencias de quienes informaron desde el bando republicano. Pero es comprensible que narre poco de los periodistas que cubrieron la guerra desde el lado rebelde (algunos se pasaron al bando republicano para informar mejor). A menos que fueran italianos o alemanes, los demás apenas podían escapar de las “visitas guiadas” al frente, y si escapaban del control franquista, podían pasarse unos meses en la cárcel como Arthur Koestler, que se salvó por un pelo de ser ejecutado. En cuanto a los primeros, a los periodistas alemanes e italianos, en su mayoría fueron propagandistas que alababan a los rebeldes para luego hacer lo mismo con Hitler y Mussolini.
Así actúan los malos, no sólo matan, violan y vilipendian sino que después tratan de ocultarlo, se avergüenzan de que los demás sepamos de sus actos. Buena actitud, por lo tanto, la de señalar a la gentuza y a sus amparadores, contar lo que hicieron. O, como magistralmente dijo Herbert Rutledge Southworth, un especialista en la Guerra Civil Española (1936-1939): “(…) alguien tiene que decir quiénes son los hijos de puta y quiénes son buena gente”.