sábado, 3 de abril de 2010

34. El sexo de los cuervos

Supongo que a la Iglesia le tiene que escocer que a solo unos días de Semana Santa se haya destapado a nivel mundial una nueva oleada de abusos a menores por parte del clero. Y no sólo por lo terrible de los hechos en sí –sobre todo los abusos y violaciones, pero también los silencios y las ocultaciones que salpican hasta al mismísimo Papa-, sino que para una semana de gloria que le queda al año, en la que se siente protagonista absoluta de lo humano y lo divino, se la revientan por las noticias que se han publicado recientemente. Tras leerme El Código Da Vinci estoy empezando a sospechar que el Priorato de Sion y los masones están detrás de todo esto, pero, bromas aparte, la Iglesia tiene un serio problema con el sexo.
Tantos siglos dilucidando el sexo de los ángeles para ahora ahogarse dentro de sus propias sotanas no es sano, y mientras no empiecen por abolir el celibato, la serenidad no llegará a las almas y a los cuerpos del clero ni de la jerarquía eclesiástica. A menos que tengan un puticlub cerca o un monaguillo, claro; ¡ah!, el puticlub puede ser de tíos, que entre los siervos de cristo también hay homosexuales, igual que en las filas del PP o del PNV, por mucho que les cueste aceptarlos.
La postura de la Iglesia y del Papa respecto al sexo se está convirtiendo en un acto de fanatismo y puerilidad, algo no ya reaccionario, sino categóricamente patético. Negar las ganas de follar de un ser humano sano es tan descabellado como poco práctico el impedírselo: es una norma impuesta para saltársela y una de las que más engendra la hipocresía milenaria de la Iglesia. Esa demonización del sexo está provocando multitud de abusos en el peor de los casos. En el mejor, sucede lo que siempre ha ocurrido en miles de pueblos católicos: que al cura se le supone acertadamente más de una relación con alguna feligresa o feligrés, sin que medie abuso de ningún tipo, pero sí una terrible hipocresía por parte del cura. Y de la feligresa o feligrés, normalmente. No me extraña que la jerarquía eclesiástica se muestre tan pronta a perdonar los abusos sexuales -cuando no a ocultarlos; lástima, para ellos, un mundo globalizado donde los medios de comunicación que no son de su propiedad exhiban sus vergüenzas; esto es realmente lo que más les está afectando, por eso compran como locos cuantas televisiones y radios pueden, no ya para difundir su mensaje, que también, sino para ocultar lo que ya todo el mundo sabe: que tienen falo y que lo quieren usar no sólo para mear. ¿No lo dije antes?, patético-. Los obispos, cardenales y el propio Papa deben comprender mejor que tú y que yo lo que se siente cuando te prohíben follar. Después de todo ¿qué les importa a ellos la vida de las víctimas de los abusos cuando los abusadores siguen predicando la doctrina católica? Se identifican totalmente con el agresor –cuántos de ellos no lo serán, o puteros u homosexuales activos- y sólo amparan a la víctima cuando calla y obedece.
La Iglesia debería rectificar, madurar y hacerse adulta, prescindir de la mentira como herramienta habitual y ocupar su lugar entre sus seguidores, mantener cierta credibilidad como aglomeración de gentes que quieren un mundo mejor, independientemente de la ficción sobre la que se sustenten (Adán, Eva y Compañía). Pero eso es pedir demasiado, es como exigir a los cuervos que no picoteen los ojos de los muertos… sólo que un cuervo no puede elegir, y estos otros, sí.
Otro día hablaremos de los actos impuros y de cómo todavía los curas se creen que los adultos ignoramos que se tocan la flauta cuando nadie les oye.