domingo, 17 de abril de 2011

86. Spanish splendor
 
Érase una vez un país no tan lejano donde los ciudadanos vivían ignorantes, ricos y felices. Todos tenían trabajo, la mayoría pésimamente pagados, pero si se colgaban un ladrillo al cuello ganaban lo suficiente como para hipotecarse por 200.000 euros y tunear el coche una vez al año. Llevaban así desde 1996 y a pesar de que cambiaron de jefe en el 2004, el estilo macroeconómico no se desvió ni un ápice de la doctrina Solbes-Rato-Solbes. Mientras tanto, en aquellos años de esplendor español, cuando le decíamos a Europa que callara y aprendiera de nosotros, sus ciudadanos más preparados en el nivel académico palidecían bajo el sol hispano por menos de 1.000 euros al mes. Sus carreras se frustraban nada más salir de la facultad: empleos precarios, mal pagados, trato denigrante y la sonrisa estúpida de un soberbio autodenominado empresario, que creía ser millonario cuando podía gastarse 60.000 euros en un mercedes… a costa de desmotivar diariamente a lo mejorcito de su empresa.
Pero el viento cambió de rumbo, llegó el año 2008 y una fea crisis sacudió al mundo invadiendo país a país… menos el nuestro, claro. Y sin embargo la crisis entró en el terreno patrio; encontró fuentes, pozos y sembrados de los que alimentarse y crecer más que en ningún otro sitio… y reproducirse. Cuando el líder de los españoles asumió que la crisis había invadido el país soleado, se apresuró a pronosticar que saldría antes que tarde. “Tomad el cemento en polvo y terminad los parques, los polideportivos y las plazas”.
Así que los ciudadanos nos cogimos de las manos, cerramos los ojos y soplamos fuerte para que la crisis se marchara, para que huyera despavorida, temerosa de la planificación y previsión española, de los fuertes cimientos de nuestra economía, de nuestro carácter innovador y creativo. Y mientras soplábamos fuerte, continuábamos con el ladrillo colgado al cuello como si se tratara de un poderoso talismán que hubiera perdido su energía brevemente, como si sólo hubiera que cambiarle las pilas para que siguiera brillando. Pero la luz no llegó. Y a los pocos meses la crisis no sólo no desapareció sino que se meó en aquellos brotes verdes que hoy deberían haber sido bosques. “Sed optimistas, que esto lo arreglamos entre todos”, continuaron diciéndonos, y, aunque cagados de miedo, continuamos aferrados al ladrillo convencidos de que sólo eran un par de años duros, de leves reajustes.
Sin embargo miles y miles de ciudadanos fueron perdiendo su empleo, su subsidio de desempleo, sus 400 euros de ayuda, sus ahorros familiares… perdieron sus casas y siguieron hipotecados, pero, según nos dijeron, la crisis iba perdiendo fuelle, energía, se estaba secando. Y llegó la reforma. El cinturón para el ciudadano. “Nos obliga Europa, nos obligan los mercados, así que: hay que despediros sin tanto coste, hay que jubilarse más tarde (y prejubilarse más barato), el funcionario debe cobrar menos, no hay que ir tanto al médico, hay que dejar que las empresas ganen y vosotros perdáis. Y, sobre todo (nos dijeron sin decírnoslo), hay que cambiar las reglas cuantas veces hagan falta para que en este libre mercado una empresa llamada banco nunca pierda, pase lo que pase”, nos dijeron.
La peña se mosqueó con el líder, pero éste dijo que ya no volvería a presentarse más y que confiáramos en sus amigos, que, técnicamente, ya habíamos salido de la crisis (aunque, técnicamente, tengamos 4,3 millones de parados). En esto, el líder de la oposición, el autoproclamado presidente de gobierno en ciernes, se despierta de su siesta y anuncia la fórmula mágica para solucionar el problema: “Permaneced con el ladrillo colgado al cuello, limpiadlo y sacadle brillo. Y, ahora, todos juntos cogidos de las manos y con los ojos cerrados vamos a soplar muy fuerte para que la crisis se marche”…