domingo, 11 de julio de 2010

48. Desayunando

Me levanto, paseo con mi chica y nos sentamos en una terraza a desayunar. No hay periódicos en la cafetería, no vamos a comprarlos, mientras esperamos las viandas callo y observo. De repente, una señora mayor a la que identificaré como Bruja por su aspecto físico empieza a despotricar en la mesa alejada de la izquierda: “Fui al hospital, al otorrino, y allí estaba uno que viene de esos países como Ecuador, Colombia o yo que sé, uno de esos países, ya sabes, y le dije lo que me pasaba y él decía que no me entendía y yo le dije que por qué había venido a España si no me entiende… ¡Anda y que se vaya a su país! ¿No tiene carrera? ¿No trabaja en el hospital? Me suelta eso el tío, que no me entiende”. Me traen el zumo y un bocadillo; a mi chica, tostadas y café con leche. Sigo escuchando. Ahora toma el testigo la rubia Cochina de la mesa de la izquierda, está sentada con un tío que lleva tatuado en el brazo derecho “Amor de madre” –lo juro por la mía-, con otra mujer cuyo comportamiento civilizado no llama mi atención, y dos perros pequeños. La rubia Cochina debe tener unos treinta y pico pero aparenta 10 más. “Pues eso me dijo, tía, a ver qué coño le importa a él con quién coño salga yo, ¿qué se ha creído? Pues se cree que estoy saliendo con otra persona. ¡Pues que se joda! ¡Yo salgo con quien me salga del mismo coño!”. Sigue más conversación intrascendente, sigo desayunando. “¿Por qué tengo yo que recoger la mierda de mis perros?” suelta Cochina. Presto atención ante semejante pregunta seguro de que la va a contestar, igual que antes. “¿No pago la contribución? ¿No pago impuestos por mis perros (¿impuesto canino?)? Pues que las recoja el barrendero, tía, que para eso se le paga, vamos, ¡encima las tengo que recoger yo y aquí pagando impuestos!”.
La cosa se pone interesante, deduzco, he desperdiciado un montón de horas en esa cafetería leyendo periódicos en vez de prestar atención a mis conciudadanos, reflexiono. En esos momentos se echa en falta una cámara de gas, me atrevo a pensar.
“¡Que la limpien los barrenderos, tía, que para eso los pagamos!”, insiste. Entonces pasa por su lado una Rubia que pasea a tres perros pequeños enganchados por una misma correa: dos caniches blancos y un chucho canela. “¡Guau, guau guau, guau guau guau!”. Pelea de perros. Los dos caniches blancos de la Rubia se enganchan con el perro negro de Cochina. La Rubia reacciona y con un periódico que lleva en la mano libre, golpea las cabezas de sus tres perros, incluido el tostado o canela. El canela me mira. Lo miro. Pobrecito.
“Ja, ja, ja. ¿Te has fijado? Menuda leche que les ha pegao”. Dice Cochina. Coge al perro blanco del suelo, se lo apoya en las tetas y el perro comienza a lamerle la boca y toda la cara. Estoy a punto de acabar con mi desayuno.
Una nueva familia hace su aparición en la mesa de la derecha. Gente bien, matrimonio de sesenta y pico de años, hija de treinta y tantos y nieta de cuatro. Se sientan. La Abuela manda a la hija por una silla para la nieta. Lo hace y ya de paso se levanta a pedir. La Abuela manda a su marido a por otra silla (están acumulando una fábrica entera). La Abuela se sienta y mira satisfecha. Yo también los miro, satisfecho. La Abuela me mira. No, a mí no, a mi silla. Me aferro a ella y pongo cara de pocos amigos. Llega la camarera, la Abuela vuelve a pedir independientemente de que ya lo haya hecho su hija. La camarera va a por las viandas y a mitad de camino: “¡Oye, chica!”. Dice la Abuela. La camarera se gira y da unos pasos hacia ella. “Ahora cuando puedas me acercas esa silla”. Las está acaparando o tiene muchos amigos invisibles, reflexiono.
Vuelva a pasar la Rubia con los tres perros. “Guau, guau guau, guau guau guau”. Antes de que se lancen, la Rubia golpea con el periódico y de manera inmisericorde a los dos caniches y al chucho canela. Éste me mira. Lo miro. Pobrecito.
Cochina ríe otra vez, la escena le divierte, vuelve a coger al perro blanco, lo deposita en sus tetas y el perro le lame toda la cara, la boca especialmente. Termino de desayunar. Mi chica termina. No levantamos para pagar. Me olvido de mi gorra. Vuelvo a la mesa. Ya no tiene sillas. Miro a la Abuela y me devuelve la mirada con un gesto de infinita superioridad.