sábado, 26 de diciembre de 2009

20. Un cuento de Navidad

Tras sobrevivir a varias indigestiones alimentarias por los excesos de los últimos días y a una leve intoxicación etílica el día de Navidad, lo primero que hice cuando me recuperé, ayer por la tarde, fue consultar la tabla güija que me compré en los chinos para convocar a uno de mis escritores favoritos. Necesitaba un cable creativo y qué mejor que un escritor muerto para echármelo. Si hubiera tenido cerca a mi amigo Juanlu le habría pedido ayuda en la consulta fantasmal, pero como estaba un poco lejos y en la güija no paraban de colarse fantasmas vengadores con bastante mala leche, hube de retirarla en seguida para evitar males mayores. Así que, un poco decepcionado, cogí un libro de Dickens y comencé a leerlo para ver si el fantasma se daba por enterado.
No sé lo que pasó, la verdad, yo no creo en estas cosas porque traen bastante mala suerte, pero se ve que por jugar con el ectoplasma del Universo, tres fantasmas se presentaron en mi piso. Mi chica no estaba en esos momentos aunque sí Bartolo, mi pez naranja del Carrefour, pero se escondió tras su cofre del tesoro.
“Ya sabes como va el tema, Ricardo: fantasma del pasado, presente y futuro, los tres se darán una vuelta contigo para que saques unas conclusiones valiosas y todo eso” -dijo una voz espectral por encima de mí.
-¿Dickens? –le pregunté un poco acojonado.
“¿Quién si no?”
-Tú no sabes español –me atreví a puntualizar.
“Bueno, está bien, no soy él sino su traductor, pero a ti te va a dar lo mismo, ¡coño!, que encima de que te ayudamos empiezas con remilgos. Aprovecha bien tu tiempo”. –dijo la voz espectral y me quedé a solas con los espíritus.
Los observé, me observaron, comencé a silbar para ganar tiempo –una técnica de la Cía- y uno me interrumpió.
-¿Tienes boquerones en vinagre?
-Esto… no, la verdad es que no, ¿coméis? -pregunté atolondrado.
-¿Cómo vamos a comer si no tienes boquerones? –preguntó el segundo fantasma-. Tal vez el pez naranja ese sea un buen sucedáneo.
-¡No! –dije con ímpetu-. Está bien, no sé cómo funciona, pero se supone que debemos hacer un viaje por mi vida para que me enseñéis algo importante. ¿Cómo lo hacéis, voláis?
Los tres fantasmas se carcajearon en mi cara, el del futuro hasta me animó a salir por la ventana para probar, pero capté la indirecta
-Mejor bajamos por el ascensor –dije, y salimos a la calle el día de Navidad a las seis de la tarde.
De una vuelta por mi vida nada de nada, el pasado y el presente los tenía más o menos controlados, y los dos fantasmas estaban más interesados en encontrar un bar y tomar algo que en mí. El fantasma del futuro parecía algo más sosegado y maduro, pero no nos llevamos bien y se negó a contestar todas mis preguntas, sólo cuando le pregunté si iba a quedarme calvo comenzó a reírse. El muy cabrón.
No había nadie por la calle, ningún bar abierto, pero al final hallamos un horno con servicio de cafetería y nos metimos los cuatro para entrar en calor. Yo me pedí un café y mis tres acompañantes una tapa de boquerones en vinagre, pero como no había, se conformaron con una botella Cointreau y se la abrevaron de mala manera, bebiéndosela a morro de tres tragos cada uno, como si no hubieran bebido nada más que saliva en los últimos 400 años. La del horno estaba alucinada, pero cuando pidieron la segunda botella de Cointreau se alegró por el negocio. Yo miré dentro de mi cartera para ver si iba a poder pagar el despropósito, y como vi que no, hice de tripas corazón y les propuse una ilegalidad.
-¡Parad ya, cabrones, nos vamos a meter en un lío por vuestra culpa! A la de tres –susurré-, nos ponemos en pie y salimos corriendo. No lleváis dinero, y yo apenas tengo para el café y tres cuartos de la primera botella que os habéis mamado.
Los tres me miraron muy serios, parece que los había convencido, pero cuando iba por el dos y medio, dos policías locales entraron en el horno para pedirse sendos cafés. Nos miraron con curiosidad, y para disimular, el fantasma del futuro pidió una nueva botella de Cointreau. La tercera. Esperamos hasta 40 minutos y pon fin los dos policías se fueron, así que repetí la consigna, pero los tres fantasmas ya habían bebido tanto que estaban bravucones y pendencieros. El fantasma del pasado amenazó con partirme la cara, pero al final se sosegaron y entraron en razón. Así que conté: uno, dos y tres. Y salí corriendo. Y los tres fantasmas me dejaron salir primero para a continuación gritar: “Al ladrón, al ladrón”. Y me persiguieron por todo el pueblo, incluido los dos policías locales y la dueña del horno, todos liderados por los tres fantasmas cabrones que no paraban de gritar “al ladrón, al ladrón”. Pensé en pararme y discutir el asunto, pero comprendí que en esos momentos el criterio de racionalidad había que guardarlo y dejar paso al instinto de supervivencia, así que corrí como nunca hasta llegar a mi piso sano, a salvo y reventado por el esfuerzo.
Aún no había llegado mi chica, cogí una toalla y me sequé el sudor de la frente y me recosté en el sofá para ganar aliento. Desde el balcón seguí escuchando una carrera loca que ya había involucrado a medio pueblo.
Debí quedarme dormido, porque escuché la amable voz de mi chica despertándome. Ya no sudaba, no vi la toalla y mi ropa de calle se había mudado por el chándal azul oscuro tradicional que visto en casa.
-¿Ya has descansado? Hoy te has pegado un buen lote de comer y de beber –me dijo.
Respondí con monosílabos, me apresuré y fui al despacho pero no vi la güija ni el libro de Dickens, o sea, seguían guardados y no desperdigados como los dejé. Volví al salón y suspiré aliviado, comencé a reír y le dije a mi chica:
-¿A qué no sabes lo que he soñado?
-Un segundo, perdona –me respondió-, ¿qué son esas tres manchas verdes que hay en el suelo?
Miré hacia donde me indicaba y vi las tres huellas de ectoplasma que los fantasmas beodos y pendencieros habían dejado en el salón de casa. Luego, mudo de terror, escruté la pecera en busca de Bartolo. Seguía escondido tras de su cofre del tesoro, el pobrecito.
      

sábado, 19 de diciembre de 2009

19. Baila el Chiki-chiki

Ya está bien de tantas críticas, coño, que me paso últimamente las semanas envenenado sólo de releer lo que escribo. Hoy voy a contar un chiste y empezaré con una fórmula infalible y a la vez tradicional: Esto era un alemán, un americano y un español… bueno, vale, también había un italiano, de vez en cuando hay que innovar. Pues eso, que estaban los cuatro hombres en un balneario en Suiza, al calor de sus aguas termales y disfrutando de unas vacaciones en medio de una crisis intempestiva cuando, después de hablar de deportes, bebidas y otras cosas importantes, al americano se le ocurrió decir que era empresario. Uno a uno los demás fueron diciendo que también lo eran. Los cuatro se quedaron algo sorprendidos y más cuando se percataron de que no eran meros emprendedores, sino grandes, grandísimos empresarios cuyas decisiones eran respetadas y seguidas por competidores, público en general y hasta, de vez en cuando, por los gobernantes de sus propios países. Comenzaron a reírse, claro, qué absurdo pensar que en aquel balneario exclusivo iban a descansar empresarios de medio pelo o simples profesionales: allí, o millonarios de cuna o triunfadores como ellos.
El caso es que después de contarse en qué sector trabajaba cada uno, el americano preguntó: “Desde vuestra experiencia, ¿qué creéis que es lo más importante de una empresa, cuál es la clave para que un negocio triunfe?”.
El alemán estuvo a punto de responder, pero se cohibió cuando el estadounidense se adelantó y dijo: “Mercado”, y los otros lo miraron medio acojonados. “Hay que abrir el mercado, meterse dentro, que te conozcan y consuman, si hay que ser persuasivos se es, si debemos usar las armas, se usan, y si el cine y la música ayudan, mejor, pero toda empresa debe priorizar un objetivo: vender, cuanto más mejor”.
El alemán reaccionó enfuruñado, tenía tres carreras universitarias y aunque el pragmatismo estadounidense lo amedrentaba, se sentía el líder intelectual del grupo, el que debía ofrecer la mejor versión de occidente, por encima de americanos y, por supuesto, de españoles e italianos.
“Tecnología,” –dijo- “la tecnología y eficiencia de los productos y servicios son los que marcan la diferencia. Si tienes una buena estructura, unos buenos trabajadores formados y motivados y una tecnología punta, el mercado se abre naturalmente. A veces los americanos forzáis la entrada para luego tener que salir despavoridos; más vale partir de una base racional y ofrecer el mejor resultado”, sentenció el alemán y todos loaron la versión teutona del asunto.
A estas alturas el español estaba con una sonrisa que le llegaba hasta las cejas, y se sintió feliz cuando el italiano se le coló en la respuesta: “Mejor,” –pensó- “esta vez no me robas la idea”.
“Diseño”, prorrumpió el italiano ante la tranquilidad del español. “¿De qué sirve llegar a los mercados o tener el mejor producto cuando el cliente ve algo tosco, aburrido, enlatado? Fabricad peor si queréis, pero envolvedlo mejor. Si dura menos lo comprenderán, la obsolescencia inmediata es algo ya admitido por el cliente. Así que ennegreced las lavadoras, adelgazad las gafas, ensanchad los relojes, si todos prestamos un servicio similar el cliente se irá con el más guapo, el que huela mejor”, terminó el italiano, y aunque el alemán y el americano no estaban de acuerdo con él, o sólo en parte, alabaron la inteligencia mediterránea. Pero el español ya no podía aguantar más la risa, 20 años atrás ni hubiera hablado, sin embargo ya estaba crecido, había que enseñarles a los dos guiris y al primo italiano cómo funcionaba la cosa. “Estáis equivocados,” –dijo ante el estupor civilizado de los otros- “lo realmente importante para una empresa es el Chiki-chiki”. “What?, Che cosa?, Wie?” –preguntaron los tres a nuestro intrépido compatriota. “El chiki-chiki, coño, o sea, la competitividad, y la competitividad es un cúmulo de factores, y la competitividad, por si no os habéis enterado, se baila así” -dijo aquel chiquilicuatre poniéndose en pie en el jacuzzi y adoptando el ritmillo pegadizo.
“Uno, bajad los sueldos de los trabajadores; dos, meted a becarios en la empresa (bien formados, casi gratis y desgravan un huevo en Hacienda); tres, enchufad a familiares y conocidos; cuatro, estableced horarios partidos de 10 horas diarias; Baila chiqui-chiqui, baila mogollón, todo lo que ahorro me lo embolso yo”, cantó aquel empresario español reventado de risa ante la estupefacción de los empresarios occidentales.
El chiste se lo dedico, con todo mi cariño, a Díaz Ferrán, presidente de la patronal española (CEOE), que quiere abaratar mi despido y debe un crédito a Caja Madrid de 26,5 millones de euros que solicitó para la gestión de sus propias empresas. El otro día la patronal lo ratificó en el cargo –él nunca llegó a dimitir-y lo aplaudieron a rabiar. Fin del chiste.
     

sábado, 12 de diciembre de 2009

18. Mafia rosa

Supongo que queda mejor cuando hay una historia detrás de un mafioso o un perdonavidas, algo que justifique o por lo menos explique su pasión por el matonismo y los excesos. Lo comprobamos en el cine, la literatura y en las series de televisión, hasta los jueces y los sicólogos se preguntan por qué, qué llevó a tal individuo a convertirse en un asesino, violador o pandillero de la ESO. Tiene su lado racional y práctico, no lo dudo, identifican pautas de riesgo que pueden llevar a otras personas a repetir sus malos pasos: si erradicamos o compensamos lo que corrompe, tendremos a ciudadanos ejemplares; o por lo menos decentes. Pero el caso es que en las mismas circunstancias unos salen doblados y otros rectos, del mismo abono brotan seres respetables y auténticos cabrones desalmados, de ahí que me guste darle a estos factores ambientales su justa importancia: una generosa cuarta parte. El otro 75 por ciento depende de lo que decidió el individuo, de si quiso paz o endiablada guerra; si estudiar o trabajar, o por el contrario traficar con drogas y armas; si trató de aportar sus ilusiones y esfuerzos o quiso quedarse con vidas y riquezas de las que no era digno ni le pertenecían. Por eso no voy a demorarme mucho en si a los presentadores y tertulianos de los programas de cotilleo les insultaron mucho durante su infancia o en el instituto. En si sus padres fueron comprensivos con su homosexualidad o si sus primeros jefes los vejaron por tener la nariz grande, el acento diferente o la vestimenta inapropiada. No soy insensible, uso mi empatía con quienes la merecen. Con ellos no. Ni con ellas. Ni con los presentadores ni los productores, con ninguno me muestro condescendiente, todos ellos forman parte de una gama de mierdas que va desde el mierda flojito hasta el mierda oscuro. Ninguna vejación pasada justifica su comportamiento infame. Es más, si me apuras y me pillas con el día girado, no salvo ni al público que los ve.
Esta mafia rosa ha crecido por todo el país, tiene a sus capos que no solemos ver por la tele, pero sí a sus lugartenientes o consejeros, que son quienes presentan; a sus innumerables subjefes –los tertulianos- y por supuesto a los matones de siempre, a los machaca que van con una cámara y un micrófono a acosar, insultar y hasta golpear al famosillo o no de turno. Luego, van escalando en la jerarquía. Mienten, difaman, inventan, se juntan y se reproducen entre ellos, y crean un caldo de cultivo embrutecedor que afecta a toda la ciudadanía. Y casi me atrevo a decir en los días fáciles que cada uno vea lo que quiera, que hay que ser tolerante y esas cosas que nos enseñaban en Barrio Sésamo y ahora los Lunnis, supongo. Pero es que al final esto te afecta, y si la mayoría piensa y opina más sobre la vida inventada de esta pandilla de tarados que sobre las pensiones, los derechos laborales o la reforma de la ley electoral, resulta que tú y yo también entramos en el saco de los jodidos por los Míster Importantes de turno, por otras mafias más peligrosas que la rosa que son las que nos meten los sueldos de 600 euros, las hipotecas de 40 años, los hechos diferenciales y lo políticamente correcto. Y sin vaselina ni anestesia, por cierto, que los otros por lo menos están viendo el Mayonesa Rosa o Fulanos contra menganas. ¿Cómo con unos ciudadanos distraídos por majaderos se va a aprobar en España una ley racional que grave con impuestos los sueldos estratosféricos de grandes banqueros y ejecutivos? ¿Para cuándo una reforma de la Administración Pública que nos traiga a más médicos y a menos celadores; a más especialistas y a menos auxiliares administrativos; o que permitan echar a un funcionario incompetente sin que un juez lo tenga que sentenciar primero? ¿Estamos de verdad interesados en esos temas relevantes, o nos interesa más la vida de estos golfos y golfas, protagonistas u opinadotes?
Aquí copiamos y mal lo que ya han aprobado en Anglolandia, y conseguimos un resultado diferente y peor; el habitual, vamos: que las nuevas normas se las sigan saltando los de siempre. Y es verdad, no tienen toda la culpa esos mafiosos rosas que atarugan al personal mientras otros nos roban el alma y el poco cerebro; los hay peores, hay quienes se visten de serios y luego premian la actitud y el trabajo del mafioso dándole un premio Ondas. 

     

sábado, 5 de diciembre de 2009

17. Un leve rumor

Al principio fue sólo eso, algo que le había pasado a otro, una rareza insospechada, un auténtico caso de mala suerte o producto de la incompetencia de algún miserable; un leve rumor. Lo lees en el periódico, lo escuchas de algún amigo o familiar y luego lo cuentas en las tertulias para entretener al personal. No sé, desde que te hayas pasado dos años en una lista de espera para operarte de un quiste y que luego, por obra y gracia del funcionario de turno, desaparezcas del listado, hasta que el hijo de un amigo se quede sin colegio porque sólo quedan plazas a partir de los seis años. Lo primero que preguntaba cuando me contaban algo así era: “¿Dónde?”, y antes de que me respondieran empezaba a pensar: “en Estados Unidos”. ¡Cómo iba a creer yo que eso pasaba en la próspera Europa, y mucho menos en España, donde todavía escucho a algún ingenuo decir que tenemos la mejor sanidad del mundo! Pero el caso es que no, que ocurre en mi país desde mitad de los 90, que de repente los hospitales comienzan a esquilmar sus listas de espera con contabilidad creativa –la misma que usan ahora los bancos para trocar pérdidas en beneficios-, que a más de un muerto con un año de antigüedad lo citan para que se opere de cataratas, que las mujeres comienzan a parir sin epidural y no porque quieran, o que los niños no tengan plazas en los colegios hasta los seis años. Y lo que contaba antes para entretener a la gente resulta que ya no entretiene, porque a todo el mundo le ha pasado algo similar o conoce a alguien que le haya ocurrido, y por hechos tan simples pero muy repetitivos uno comienza a comprender que el Estado del bienestar en España se va yendo inexorablemente al carajo. O al garete, si lo prefieres.
Y el caso es que como tenemos cierta tendencia para afrontar los problemas de la misma manera -yo no he sido, pregúntale al de atrás que es el becario-, ahora tenemos a las Autonomías dándole caña a la Administración General del Estado y a los Ayuntamientos metiéndose con las Autonomías. El argumento es el de siempre: dame más dinero, cédeme más competencias pero si luego meto la pata y el ciudadano se queja, la responsabilidad es tuya, y si una presa, pongamos en Aznalcóllar (Sevilla), se rompe, yo no he sido quien la ha roto, y si un metro, supongamos en Valencia, descarrila y se matan decenas de personas, yo no conducía la locomotora así que el responsable es otro, y si tú no lo eres, ¡pues mejor, coño!, que los administrados se quejan por puro vicio.
Mientras, elección tras elección, cambian los candidatos. Y de repente ves a un tipo o tipa bien trajeado pero informal –sus vestimentas de ocasión valen el triple que mi único traje-, sin corbata y con sonrisa, votando en un colegio que parece una auténtica pocilga, mucho peor desde luego que el Tomás de Ybarra, colegio público de Tomares –Sevilla- donde estudié en los ochenta. Y esto lo ves en España, en Italia y hasta en Reino Unido, y la imagen se te queda grabada por lo inverosímil de la asociación: el Míster Importante o la Marquesa de turno descendiendo al maltratado suelo de un colegio público, sentándose en unos bancos de madera en los que si no hubiera fotógrafos o cámaras de televisión de por medio, no apoyarían ni los zapatos. Pero... ¡claro!, ¡cómo no se me había ocurrido antes! ¡De esto se sale bajando los sueldos! Y si nos hemos pasado un poco permitiendo que la peña se jubilara con 50 años, ¡no paaaaasssssa nada, colega!, los que vengan detrás que arreen. Así que, querido amigo, si has escuchado a alguien sorprenderse al ver en Inglaterra a abuelos de 70 años trabajando, te invito a que te pases por aquí dentro de unos 40 y nos eches un vistazo a los españoles de mi generación, que seguiremos currando de lo lindo pero sin autobuses a Benidorm. ¡Ah!, y con la diferencia de que mis tres años de becario trabajando para la Administración pública, como decirlo para que mi madre pueda leerlo sin escandalizarse... pues eso, que es como tener un tío en Alcalá, que ni tienes tío ni tienes , porque cotizar no han cotizado.
Así que, estimado lector, administrado como yo por gentuza cuya única virtud comienza a ser la resistencia frente a los chaparrones de críticas, quiero decirte algo en este puente de diciembre: he adquirido conciencia, soy pobre pero tengo mala leche y escribo, y ahora voy a empezar a comer después de la medianoche y a continuación a ducharme, a ver si me pasa como a los gremlins, que muto y me multiplico, y así conquisto el mundo de una puñetera y jodida vez. Peor no lo haría.
    

sábado, 28 de noviembre de 2009

16. El seleccionador (y II)

Las clases comenzaron en el Centro de Cocineros Trastornados al día siguiente de la charla, cuando el lince nos aleccionó sobre la inconveniencia de fumar porros, robar chipirones o utilizar la espalda del compañero para introducir los cuchillos. Tras esto se ajustó su pantalón de pinza, ensayó un gesto de satisfacción y salió orgulloso de clase. Miré a mi derecha y vi los rostros de los orangutanes: apenas podían contener ni la risa ni su mierda.
No hubo sorpresas: llegaron las clases de higiene y alimentación y aquellos tarados comenzaron a interrumpir al anonadado profesor. Siguieron las clases de informática y las aprovecharon para jugar entre ellos a un juego de ordenador (Halo, creo recordar). Comenzamos las clases de panadería y uno tuvo la feliz idea de ocultar huevos en la masa con la que trabajábamos, para que otro compañero, un simio menor, le diera un puñetazo a la falsa bola de masa y se pusiera de huevo hasta la coronilla. Aquello tuvo gracia, debo reconocerlo.
Al principio traté de tomármelo con indiferencia, pero luego pensé que era víctima de un reality show, y que yo era el único pardillo que creía que el Centro de Cocineros Trastornados existía, que mis compañeros eran magníficos actores, que todo era un montaje, una venganza de la telebasura que se burlaba de mí y que media España vería luego el espectáculo en la televisión para mi propia vergüenza y escarnio. Estuve a punto de creerlo así cuando en una clase de teoría, la profesora que nos aleccionaba, una tipa insegura disfrazada con hábito de mala leche, orgullosa de ser cocinera y tener una carrera universitaria a la vez (por fortuna nunca llegué a saber cuál era), dijo en la misma clase y en un intervalo de 15 minutos disparates como: “Los judíos que viajaban con Colón fundaron Nueva York y establecieron allí muchas joyerías (no me preguntes como llegó a esa conclusión, prefiero no imaginármelo)” o “Yo no sé por qué hablan en el libro de la intoxicación por Escherichia coli (una bacteria presente en los intestinos) cuando no creo que nadie se intoxique así (no, hombre, no, se la han inventado las fábricas de jabones y geles para que después de cagar y limpiarte te laves las manos para tenerlas más suaves)”. Ya digo, estaba casi convencido de que me la habían colado, de que unos guionistas hijos de puta se estaban partiendo el alma a base de carcajada limpia viendo la jeta que se me quedaba. Pero no, hubo un hecho irrebatible, irrefutable, irremediable; aquello era real como las hipotecas y las almorranas, sólo había que darle tiempo. Ni el mejor equipo de guionistas y actores del mundo pueden llegar a imitar tal grado de imbecilidad.
Ocurrió que en aquel Centro de Cocineros Trastornados dieron unos cursos de catas de vino para gente guapa y desocupada. O a lo mejor era un curso sobre cómo abrir una lata de cocacola sin cortarse, que para el caso es lo mismo. Coincidimos en el patio del centro, en los 10 o 15 minutos que nos daban a los aprendices para el recreo, con hombres encorbatados y mujeres elegantísimas: jerarquía funcionarial, morralla política y chusma bien vestida. Nosotros, en cambio, íbamos con el traje de faena con algún que otro lamparón, pero no desentonábamos; ni ellos tampoco. Hasta que uno de los orangutanes, un niño de papá pasado de rayas, vestido de cocinero y extravertido como él solo, entabló conversación con un par de tipos bien vestidos y de mediana edad. No sé si lo hizo queriendo, pero creo que fue una ida más de olla: en plena conversación, el fulano se sacó un porro del bolsillo del pantalón y comenzó a fumárselo para pasmo de sus interlocutores, compañeros e invitados de alrededor.
Al día siguiente todos tuvimos la certeza de que lo echaban. A la media hora, el seleccionador, aquel tipo con estudios responsable de elegir a lo más granado de la cocina valenciana, entró en clase y pidió la palabra. Con gesto contrito, se sentó en la mesa, dejó al descubierto sus calcetines y comenzó a echarnos la bulla. El tipo era la viva imagen del patetismo, pero aún faltaba lo mejor. Tras demorar lo inevitable, señaló al notas y le dijo: “Tú, tú ayer te fumaste un porro en el patio, delante de nuestro invitados (eso era lo que realmente le dolía, al mentecato)”. Y entonces aquel orangután miró muy serio al seleccionador, puso cara de cordero inocente y respondió indignado: “¿Quién, yo? ¿Quién, yo? En mi vida, yo lo que me fumé fue un cigarro”. Y aquel seleccionador, aquel prohombre que tres veces al año elegía a 15 personas para estudiar el curso, puso cara de cabreado, se bajó de la mesa, se subió los pantalones de pinza y dijo: “Está bien, que no se vuelva a repetir”. Y salió de clase.
Lo dicho, amamonado descomunal. 
          

sábado, 21 de noviembre de 2009

15. El seleccionador (I)


Esta semana recogí a un par de amigos en el aeropuerto de Valencia y me los llevé a casa. En realidad el itinerario fue un poco más extenso, ya que hubo varios factores que lo alargaron considerablemente. En primer lugar y antes de traérmelos al pueblo, debíamos pasar por otro sitio de la capital para recoger unas llaves. Marta, el localizador electrónico de mi amigo Manolo (la llamó así), nos condujo de una manera un tanto enrevesada al apartamento, así que a la vuelta, aunque seguimos al principio las indicaciones del localizador, hubo un momento en que me “sonó” la avenida por la que circulábamos y empecé a girar siguiendo mi exclusivo criterio de orientación. Debo decir en mi descargo que soy miope y era de noche, lo que contribuyó a cierta confusión espacial; el caso es que acabamos yendo por donde no era y llegamos a casa con media hora de retraso. No es mi récord, ni mucho menos, aunque nos reímos bastante y culpé a Marta de todo.
La cuestión es que mientras deambulábamos por la ciudad, pasamos por una avenida que no debimos cruzar y me topé con un edificio conocido. Hace unos dos años me pasé allí tres meses aprendiendo a cocinar. Es una institución pública y presumía de formar a los mejores cocineros de la Comunidad Valenciana. Las instalaciones eran muy buenas, el programa lectivo estaba diseñado con criterio y era bastante completo, y entre el profesorado, aunque mejorable, había gente de valía. Pero algo falló. Había por allí un tipo simpático y cincuentón, calvo y delgado, con pintas de intelectual, quien era el máximo responsable de la selección de los alumnos. Lo apoyaban dos chicas de unos 30 años, rubias, altas y pijas, como suelen ser casi todas las de recursos humanos, no acierto por qué… bueno, sí que lo sé.
El proceso de selección fue así: recepción de formularios, un examen psicotécnico para chimpancés intoxicados por un cólico de pistachos, y una entrevista personalizada con el tipo simpático o las pijas rubias. Las dos primeras pruebas pasaron sin pena ni gloria, ya sabemos que el spanish team deja lo mejor para el final: la entrevista. Antes de que comenzara nos reunieron en una sala. Estábamos citados cuatro personas por hora, pero por una combinación de hechos inusuales en nuestro país -falta de previsión, dejadez de funciones y desayunos funcionariales- nos llegamos a juntar 15 convocados en la misma sala. Me dediqué a observar. Había entre 15 y 20 plazas, y se supone que quedábamos cerca de 40, así que las posibilidades eran altas. En el primer minuto de observación descarté a seis aspirantes. Formaban un grupo ruidoso y tabernario: discotecas, drogas, mujeres, violencia… no se cortaron ni con los temas ni con el volumen de voz, y todo eso a cinco metros del ujier-que-no-se-perdía-ni-una. El chivato, vamos. Los otros no recabaron tanto mi atención, a excepción de dos chavales más que guardaron una actitud similar a la mía: observar en silencio.
La entrevista fue rutinaria, me tocó una de las dos rubias altas y pijas, que me preguntó por qué quería ser cocinero y por mis aficiones. Oculté lo de que escucho voces y mi fijación por las cabras alpinas; mentí en todo lo demás: salí contento. A la salida me esperé y vi como el grupo tabernario fue entrevistado casi por completo por el tipo simpático y con gafas. Luego regresé a casa.
A las dos semanas comencé el curso de cocina. Éramos 18: 15 chicos y tres chicas. De los dos observadores silenciosos y formales no quedaba ninguno. En cambio, los seis simios del grupo tabernario sí que estaban allí junto a otros dos orangutanes que debieron ir a la entrevista antes o después que yo; de las tres chicas, una era normal y las otras dos discotequeras trasnochadas. El resto del personal parecía que se había salvado del terrible gen zombi que pululaba por aquel centro de formación, encargado de ofrecer nuevas glorias a España y a toda la Unión Europea, que para eso pagaba el 80% del curso –para nosotros era gratuito-.
En los primeros 10 minutos de presentación, aquel prohombre encargado de la selección de los futuros defensores de la gastronomía valenciana y española, dejó aparcada su simpatía natural, trocó el gesto afable en seriedad amenazadora y nos dijo que no utilizáramos los recreos para fumar porros, robar material o prendernos fuego los unos a los otros. ¿Sicokiller aficionado o amamonado descomunal?, me pregunté. La solución, la próxima semana.
      

sábado, 14 de noviembre de 2009

14. La cuneta

Tal vez la vieras por la tele como yo hará un mes y medio, no recuerdo su nombre, apenas observé su rostro y tampoco memoricé la localidad española de la que era vecina, poco importa, en este caso la desmemoria es una ventaja. Lo es porque su historia puede extrapolarse a muchos españoles que hoy rondan los 80 y que vivieron nuestra guerra civil de niños: en vez de bicicletas y nintendos, bombas y paseíllos. Caminatas nocturnas que terminaban en cunetas y descampados con gente tiritando de miedo y frío a la que asesinaban vecinos, conocidos o cualquier hijo de puta de turno. Los hubo en los dos bandos, no cabe duda, pero hay un matiz relevante: unos saben dónde están enterrados sus muertos y los otros no. Por eso no entiendo muy bien la oposición de gente de otra edad, de otras generaciones más afortunadas, que son las que hoy mandan en España y no sólo a nivel político, no entiendo, repito, su manifiesta oposición a que se abran las fosas, a que se excave en las cunetas y en los olivares y saquen de una vez a los muertos. Sería bueno, sería justo, y humano, en el mejor sentido de la palabra.
Ya no veríamos a la mujer de 80 años caminando por el andén de la carretera, torpemente y con muletas, pero también con el coraje de quien se rebela contra la injusticia y con el amor para velar a sus muertos. No sé, repito, no sé si era solo su padre o también su madre, y tampoco recuerdo si era una cuneta o unos pasos más adentro en el campo, no importa, otros de su edad tienen mas suerte y pueden entrar en un cementerio a limpiar lápidas y poner flores frescas: ella no.
Digo que no lo sé pero en realidad sí que comprendo por qué lo hacen, por qué miran a otro lado o llenan sus bocas de reproches e insultos, por qué les asusta tanto reconocer el derecho primordial de otro ser humano de disponer de sus muertos como mejor le convenga: se llama vergüenza. Y ni siquiera por sus actos, sino por los de papá o mamá, por los de los abuelos: “Esas cosas no hay que removerlas”, dicen. Sí. Hay que hacerlo, debe removerse la tierra: no sacan a sus muertos para echárselos a nadie en la cara. ¿Quién queda para los reproches? ¿Ancianos de 90 años para arriba? ¿Va a ir alguien a vengarse a la residencia? Si hubiera una cámara universal que recogiera nuestras infamias y vilezas y luego las difundiera apenas delinquiríamos: de nuevo, se llama vergüenza, y aunque hayamos perdido la capacidad de sonrojarnos nos atenaza de noche cuando apagamos la luz.
Camps sacó el otro día el tema y lo hizo de la peor manera posible: la de un perturbado moral. No se trata de alguien que haya perdido sus facultades mentales, sino que tiene gravemente alteradas sus nociones morales, de hecho están en proceso de putrefacción. Acusa a su adversario político, en sede parlamentaria, de desearle dar el paseíllo. De querer buscarlo en una camioneta de madrugada, de asaltar su vivienda y llevárselo a la fuerza ante la mirada de su mujer y sus hijos, de llevárselo y procurarle un nuevo amanecer tirado en una cuneta. Es tan vergonzante la acusación, tan miserable viniendo de quien viene, que no cabe la chanza ni el descrédito a través del sentido del humor o la ironía. Se ha disculpado, sí, como quien disfruta partiendo pies a pisotones para luego pedir un cínico e increíble –en el sentido estricto de la palabra- perdón.
Una virtud sí que tengo que reconocerle a Camps, sin embargo, un mérito insoslayable y extraordinariamente difícil de conseguir, sólo al alcance de muy pocos elegidos: ha logrado hacer bueno a Zaplana.
Ahora me toca pedir perdón a mí, a la señora de cuyo nombre no quiero acordarme, la que transita aún por el andén de la carretera para ver a un padre, y quizás a una madre, al que le quitaron unos desalmados en camioneta o a pie, de madrugada o por la tarde. Perdón, señora, por hablar en el mismo artículo de una persona digna como usted y mezclarla con gentuza.
                

sábado, 7 de noviembre de 2009

13. Una extraña mutación

Siempre le he echado la culpa al agua del grifo de la transmisión de pandemias, es decir de enfermedades muy extendidas en una sociedad. Más allá de lo que he podido leer no tengo ninguna otra base científica, también el aire u otros medios pueden ser idóneos para las propagaciones perjudiciales, pero cuando se trata del comportamiento nocivo e imbecilizante del ser humano, ahí acudo al agua como Franco a los masones. ¿Por qué? Coño, por la misma razón que Franco, porque no sé a qué se debe pero sí que jode, y alguna causa me tengo que buscar. Además, si digo el aire yo no podría salvarme, así que supongamos que es el agua, pero también valen los cacahuetes adulterados o la mezcla indiscriminada del nesquik con la cocacola, eso da lo mismo.
El caso es que durante milenios hemos diferenciado a los necios o tontos de los malos. La diferencia fundamental estribaba en el descanso, o sea, que mientras el malo también tiene mujer, hijos e hipoteca y no siempre puede putear, el tonto, lerdo o imbécil molesta hasta cuando está quieto, porque callado seguro que no permanece. Así fue durante años, desde el inicio de los tiempos cuando el hombre y la mujer en vez de ir al Mercadona se cargaban de un leñazo a un venado y asunto concluido. Pero como en las películas de miedo, algo extraño sucedió unos años atrás: tal vez un mosquito, un experimento del doctor Bacterio, algún entresijo de la Cía... yo que sé, el caso es que un tonto se acostó una noche y cuando se levantó por la mañana ya no lo era o no lo era exclusivamente, para ser más claro, de tonto había pasado a convertirse en tontomalo. O sea, que no paraba de incordiar en todo el día y encima, y he aquí el resultado de la mutación, tenía la ambición y el propósito de ser malo. Dañino ya lo era, eso lo da la tontura, pero el propósito malvado, la ambición maléfica, eso es lo que ha adquirido con la mutación. Al revés no ha pasado, es decir, que el malo sigue con sus maldades, pero el necio de toda la vida, a ese no lo busques porque la nueva especie lo ha finiquitado, ahora sólo hay tontosmalos y tontasmalas.
Existe un precedente, un personaje ficticio y de dibujos animados que encarna al tontomalo por excelencia, seguro que se han inspirado en él para crear el virus mutador. Se trata de Pierre Nodoyuna, el tontomalo de Los autos locos, esos dibujitos de carreras de coches en las que Pierre, con su gabardina violeta y mostacho extrafino, se las apañaba para idear alguna maldad que impepinablemente terminaba en fracaso. Siempre sucedía igual, parecía que iba a triunfar valiéndose de la vileza y de las trampas, que iba a obtener su propósito, pero su alma de imbécil y lerdo se rebelaba en el último momento para que Pierre la cagara y le ganara la carrera cualquier otro competidor. Y para que los niños no se confundieran con el tipo de personaje que tenían delante, los inteligentes guionistas de esa magnífica serie de dibujitos idearon a Patán, el perro que acompañaba a Pierre y que se reía una y otra vez de los sonoros fracasos de su amo. No había lugar a dudas: Patán era de los buenos aunque acompañara al malo, porque no solo no le ayudaba sino que se jactaba de su imbecilidad. Eso sí, el perro era un poquito cabrón.
Lo malo es que ahora el mensaje está cambiando y comienzan a premiarse a los tontosmalos, por lo que nuestros infantes no tendrán muy claro si el comportamiento que ven es punible o imitable. Ya no hay un Patán que medie para aclarar que el imbécil, por muy malo que se presente, sigue siendo un imbécil antes que nada, y por lo tanto poco recomendable. Ahora tenemos las televisiones llenas de tontosmalos, que sacan las cámaras a las calles o invitan en sus propios estudios a más tontosmalos, pero ya no sabemos si nos reímos de ellos o con ellos, falta el dedo acusador de Patán que diga: “eres un capullo de índole tremenda”. Y no basta con apagar la tele, porque también la política está llena de tontosmalos, y la judicatura, y la policía, y en realidad todo el sistema ha sufrido en mayor o menor grado el proceso lerdizante que nos convierte de simples tontos en imbéciles y malvados. A estas alturas, si vuelve algún día Patán se le parte la caja torácica de tanto reírse, aunque puede que no, tal vez esté pensando en qué se equivocó para que hoy haya tanto imitador de Pierre Nodoyuna.
         

sábado, 31 de octubre de 2009

12. El emperador invisible

A pesar de que fui un niño atento a cualquier historia y cuento que me relataran mis mayores, a las anécdotas que se les escapaban o que compartían conmigo o incluso a los libros que comencé a leer, no hubo ninguna narración que me hablara de cierto personaje. Crecí con las historias de soldaditos de plomo, brujas emboscadas, princesitas rubias y flautistas embelesadores. Ahora soy yo quien se las cuenta a las niñas Clara y Lucía, aquellas historias que los hermanos Grimm o que Hans Christian Andersen escribieron en el siglo XIX, verdaderas enseñanzas que van preparando a los infantes para la vida. Además, las chiquillas reaccionan al igual que lo hice yo: mientras escuchan el relato quieren ver el dibujo que los ilustra, para comprobar cuán fea es la bruja o bello y apuesto el príncipe de los que hablan los cuentos. Pero me he percatado de que hace falta una pequeña actualización.
Fue después de la lectura de El traje del emperador, aquel cuento en que unos astutos rufianes engañan al soberano haciéndole creer que le cosen un traje que sólo los inteligentes podían ver, de modo que quien lo viera desnudo demostraba su imbecilidad e ignorancia. Pero el imbécil era en realidad el emperador, que se dejó engañar porque no tenía a su lado a un Bigotes que le regalara trajes de Milano, así que se vio irremediablemente desnudo y lerdo, e hizo como el que llevaba una esplendorosa ropa cuando en realidad iba en cueros delante de todos sus súbditos.
Pues bien, resulta que aunque no me lo contaron, ese emperador tenía en otro país un primo mucho más listo que él, al que muy pocos conocían por su verdadero título, el de el emperador invisible. Nuestro siniestro personaje tenía una rara facultad un tanto inapreciable para la mayoría: parecía que no tenía poder. ¿Y qué facultad es esa?, preguntarán los niños. Bueno, pues la cosa tiene gracia o la tendría si no fuera porque ya nos lleva jodiendo muchos años, pero el caso es que sí que tiene mucho poder, y no, no tienen ninguna responsabilidad, y sí, abusa de ese poder sin freno todo lo que le da la gana y más. Y el problema es que el emperador invisible no es uno como Sauron, pues hobbits hay en todas partes para acabar con él, lo peor es que hay unas cuantas hornadas de emperadores invisibles que adoptan la forma de un banquero, de un político, de un hereda empresas, de un hunde economías ajenas, que después de tomar decisiones irracionales y dañinas, y de gran calado –como dicen en la TV- nos joden a los súbditos. Disculpe, dirán las niñas y niños, pero vivimos en una democracia, ya no somos súbditos sino ciudadanos. Y tendrá razón, la chiquillería, lo malo es que todo estaba previsto y que la democracia está muy bien, sobre todo para los que conocieron tiempos peores, pero el emperador invisible navega con experiencia por las aguas de la democracia, y es comprensivo con los partidos políticos y financia sus deudas, y cuanto más dinero debe el poder político al financiero, mejor para el emperador invisible y peor para los ciudadanos porque, ¿quién va a tocarle las pelotas al que te da pasta gansa para que cuelgues los carteles en las calles? ¿Cómo vas a controlarlos más allá de la simple formalidad si cualquier ministro de Economía ha pasado por sus clases o seminarios? ¿Y el príncipe, y el caballero, y las tropas de asalto... nadie se opone al emperador invisible? Bueno, pero es que el emperador es muy listo y no aparece cuando se le busca, ya aprendió de sus antepasados, que cuanto más alzaban el pescuezo con mirada de superioridad, más pronto le cercenaban la cabeza, así que ahora se limita a influir y cuenta con poderosas armas para ello: medios de comunicación doradores de píldoras y untadores de vaselina para supositorios, televisiones lerdizantes, académicos y falsos intelectuales justificadores de cualquier tropelía del emperador invisible, etc.
Pero bueno, a pesar de sus armas, de su fortaleza aparentemente inexpugnable, de su legión de defensores habrá algún momento en el que el bien triunfe sobre el mal, ¿no?, al menos en las versiones descafeinadas de los cuentos de siempre ocurre así, ¿verdad? Claro, claro, sólo que hay un pequeño matiz, y es que cuando en una de aquellas se los agarras bien al emperador invisible te dice aquello de que él no ha sido, que no ha tenido la culpa ni responsabilidad, que fue otro, que preguntes por el emperador desnudo o por el sátrapa bananero... pero que él, o ella, es inocente y casi siempre acaban escapando y cuando uno de ellos cae hay otros que recogen el manto de invisibilidad para seguir gobernando... a su manera.
Otro día seguiré la actualización con el cuento de La vaca que se quedó sin leche por culpa de los mamones de siempre.
           

sábado, 24 de octubre de 2009

11. El chiringuito

El otro día sufrí un caso agudo de alucinación auditiva y si no fuera porque desconozco su teléfono, habría llamado a Iker Jiménez y a su nave del misterio para que el doctor Cabrera me reconociese. Deduje que era una alucinación porque no había tomado drogas, había desayunado y no escuchaba la Cope, por lo que debió ser mi propio cerebro el que me la jugó y no una intoxicación externa. Todo empezó por la mañana cuando conducía mi coche camino del trabajo. Estaba escuchando las noticias mientras buscaba un sitio para aparcar y evitaba los socavones al mismo tiempo; además llovía desaforadamente: demasiados frentes abiertos, pensarás, pero no, soy un conductor experto a pesar de lo que digan por ahí terceras personas.
El caso es que mientras me metía por una oscura calle para probar suerte oí algo inquietante: que un juez había dejado en libertad a un pirata somalí porque pensaba que era menor de edad, a pesar de las pruebas en contra; pero el caso es que la fiscalía y el juez de menores no sabían qué hacer con el susodicho y, total, como la responsabilidad no era ni de uno ni de otros querían dejarlo libre. El periodista enlazó con otro caso similar, el de un juez que ha dejado en libertad provisional al antiguo presidente del Palau de la Música de Barcelona (robó más de 3 millones de euros); decía su señoría que no había riesgo de fuga ni de destrucción de pruebas, y que si a la opinión pública le parecía mal que estuviera libre que le echara la culpa al legislador. En ese momento ocurrió; tuve la alucinación auditiva. Al tiempo que escuchaba la segunda noticia comenzó a sonar en mi cerebro la canción El Chiringuito, de Georgie Dann –ya sabes, el de La Barbacoa-.Y con su ritmillo pegadizo pero un poco más frenético de lo habitual, empecé a oír el demoledor estribillo: “El chiringuito, el chiringuito, como me gusta, el chiringuito”. Bueno, ya sé que no es exactamente así y que está mezclado con el de La Barbacoa, pero fue lo que escuché. Y entonces vi a sus señorías en plena Chipiona con el amigo Georgie Dann, bailando con sus togas y haciéndole los coros, mientras el pirata somalí y el expresidente del Palau aprovechaban la ocasión para irse a por tabaco.
A todo esto yo seguía en el coche transitando por la calle oscura, cuando el final de la misma terminaba en una auténtica barricada: otra calle más en obras. Algún mamoncete debió olvidar el cartelito que te avisa de que se trata de una calle sin salida, así que puse la marcha atrás al tiempo que oía una nueva noticia. Esta vez se trataba de las declaraciones de un político del PP valenciano que, muy ufano, se jactaba de que se iba a crear una comisión parlamentaria para investigar las cuentas de todos los partidos políticos. Sin tiempo a que reaccionase, colaron otra noticia: la decisión del Ministerio de Cultura de catalogar como x una película de terror por sus grandes dosis de violencia. Y, vuelvo a jurar que la escuché y no se trataban de interferencias, la voz melosa de Georgie siguió nuevamente: “El chiringuito, el chiringuito, como me gusta, el chiringuito”.
Salí de la calle y continué buscando aparcamiento mientras una cuña publicitaria me recordaba que, en las ciudades, cada vez hay más espacio para los peatones y ciclistas y menos para los coches, al tiempo que aconsejaba utilizar el transporte público. Esta vez me vi a mí mismo cuatro días atrás en el vagón del tren, atestado de personas concienciadas y sobacos olorosos, de pie y con la libertad de movimientos de una anchoa enlatada, y aguantando una demora de más de 30 minutos. Pero la música volvió a sonar y los viajeros comenzaron a bailar el son veraniego, y no sólo Georgie estaba a mi lado, sino además los políticos, prohombres y promujeres que aconsejan utilizar el transporte público aunque ellas y ellos vayan en berlinas con chófer; también estaban allí bailando y cantando El Chiringuito.
Y cuando ya por fin vi un sitio donde aparcar y ejecutar los miles, precisos y necesarios movimientos que todo experto conductor debe realizar para la maniobra del aparcamiento perfecto, el locutor, que aquella mañana la había tomado conmigo y con Georgie, me dice que en Alemania habían preparado 200.000 vacunas especiales contra la gripe A, destinadas a miembros del Gobierno y otras jerarquías funcionariales. Nada raro, salvo por un pequeño matiz: lo especial era que la vacuna elitista no tenía un conservante bastante sospechoso que sí tiene la vacuna que a ti y a mí nos quieren poner a poco que nos dejen con el culo al aire. Y mientras cerraba el coche volví a escuchar: “El chiringuito, el chiringuito, como me gusta, el chiringuito”.
Había que darle el Nobel a Georgie Dan por resumir la historia de la civilización en una canción pegadiza. 
         

sábado, 17 de octubre de 2009

10. Un hombre feliz

Se levantó una mañana con los mocos atravesados en la garganta, como de costumbre, aunque llamar mañana a las 5.30 de la madrugada no deja de ser un eufemismo. Cogió la linterna de la mesita de noche para no despertar a su mujer, pero las pilas estaban tan gastadas –qué poco duran las de ahora aunque sean alcalinas- que la moribunda luz no salvó a su dedo gordo del pie derecho de un doloroso golpe. Camino del cuarto de baño fue insultando en voz baja a cuantos dioses conocía o había oído hablar de ellos, e incluyó a las religiones que preconizaban una vida mejor, y para rematar le mentó la madre al de los cuernos: “Que tampoco me olvido de ti, hijoputa”
Se miró al espejo. Tenía el vientre abultado, los pectorales fláccidos y aleatoriamente peludos y una calvicie mal distribuida.
Mientras se miraba y repasaba lo que tenía que hacer durante los siguientes 15 minutos –técnica que empleaba para no quedarse dormido- se hizo la primera pregunta de todas las mañanas: “Cuándo, cómo y por qué la cagué”. Luego vino la segunda: “¿Por qué no seré millonario?”. La tercera: “¿Me cambiarían por error en el hospital cuando nací y hay algún cabrón disfrutando de la vida de rico que me esperaba?”. La cuarta: “¿Lo descubriré algún día y seré recompensado?”.
Luego siguió elucubrando pensamientos más prácticos mientras se planchaba una camisa y se ponía unos calcetines agujereados: pensó en la mejor alineación posible de su equipo de fútbol, en la mejor alineación posible de la selección nacional de fútbol, y en la mejor gestión posible de un club de fútbol, desde los orígenes hasta convertirlo en un club de Champions, aunque ahora se llamara de otra manera.
No le dio tiempo a sentarse para desayunar, se bebió el café del día anterior, frío y turbio: “Esto tiene que joderme los riñones, fijo”. Luego buscó las llaves del coche y salió de casa dando un portazo involuntario: despertó a su mujer y a cuatro vecinos.
Mientras bajaba en el ascensor recordó que los recibos estaban a punto de pasar en fila por su cuenta corriente: hipoteca, seguros, luz, comunidad, teléfonos varios y la cuota trimestral de turno de gastos varios e inoportunos. Esta vez empezó por el director de la oficina del banco, siguió por el de los seguros y terminó por la comercial que le dijo que iba a ahorrarse un montón de dinero en llamadas de móvil a fijo. Tampoco se olvidó del administrador de su bloque y del dinero gastado en ascensores que se paraban en días alternos de la semana.
Salió de su edificio esquivando una meada de perro y una pota de humano, pero no pudo evitar la mierda de lo que debió ser un ternero, por las dimensiones de la misma. Empezaba a encabronarse. Tras limpiarse el zapato en cuanta brizna de hierba que se encontró por el camino, se metió en el coche y encendió la radio. Su barrio estaba peor que en las fotos de infancia.
El trayecto fue rutinario: atascos, conatos de accidentes, cuasi atropellos a ciclistas y moteros, insultos... lo típico. Y todo mientras en la radio le contaban que a un presidente de Autonomía le habían regalado unos trajes y unos zapatos de piel de potro: “¿Matan a un potro para fabricar zapatos? Cabrones”.
Tras encontrar un aparcamiento que estaba más cerca de su casa que del trabajo, sopesó la posibilidad de utilizar las tardes para sacarse el carné de entrenador de fútbol: “Si no consigo ganarme la vida como entrenador, por lo menos me servirá para agente de futbolista; cuanto más sepa del tema, mejor”. Luego, con cara de gato recién lavado, entró en la oficina en la que llevaba trabajando los últimos siete años.
Se abstuvo de saludar porque a esa hora no había ninguna compañera educada, así que encendió el ordenador y antes de pulsar la siguiente tecla echó de menos a su colega Simón, al que lo largaron hacía un mes por aquello de la crisis. Daba igual que fuera uno de los más productivos, al ser el último contratado fue el primer despedido.
Media hora después fueron llegando el resto de sus compañeros y compañeras y los fue maldiciendo por orden de entrada. Por último entraron los jefes e hizo una brillante y breve disertación mental sobre el papanatismo laboral y sus funestas consecuencias en la sociedad moderna.
Tras 9 horas de aire viciado y mentes enfermas, terminó su jornada y regresó feliz al coche decidido a sacarse el carné de entrenador; aquella misma tarde se informaría, y luego iría a correr, que tenía que estar en forma, y se plancharía varias camisas para desayunar en condiciones por las mañanas, y le regalaría una flor a su mujer, que hacía tiempo que no la cuidaba... pero se percató de que aquella tarde daban por la tele un partido de fútbol sala, y luego podía empalmar con el partido de tenis, y más tarde echaban una serie americana, no recordaba si Hospital Perturbado o Forenses Vengadores, aunque tal vez fuera un programa nacional: Tu vecino cochino o Convivencia entre compañeros amamonados.
Bueno, quizás mañana tuviera más tiempo para lo del carné.
                 

sábado, 10 de octubre de 2009

9. Hedukatibo

Juro por los dioses que nunca he llamado así a un perro, aunque molaría bastante y eso que los míos han tenido nombres raros, pero la responsabilidad en todo caso recae también sobre mi hermana y mi padre. Mi madre es la única que se ha abstenido de nombrarlas (la mayoría han sido perras), probablemente porque le gustan poco y porque tiene más sentido común.
Pero no, no se trata de ningún nombre de can, más bien me refiero al pacto educativo que el PSOE, el PP y, supongo que los sindicatos, pretenden alcanzar en unos meses. ¡Qué escalofrío!, cuando se trata del sistema educativo español esto se convierte en un patio de recreo. No sé por qué nunca se han tenido en cuenta los buenos consejos que más de un profesor de instituto o maestro de escuela han tenido que dar. Parece que ha pesado más en el ánimo de los gobernantes españoles el sesudo informe de algún sicólogo perturbado para pasar de un sistema mejorable a otro peor. ¡Qué huevos!
Recuerdo que cuando estudiaba COU (1995-1996) en mi instituto empezó a implantarse la ESO. Un profesor de los buenos, un tipo aguerrido, inteligente y con una mala leche culta y civilizada, el profesor Lobillo –nos daba Historia Contemporánea-, nos comentaba al final del curso que las directrices del nuevo sistema eran que hubiera más aprobados, o sea, menos fracaso escolar. “Inevitablemente eso pasa por bajar el nivel, no hay otra” vino a decir con una sonrisa que mostraba su amargor, y aún más, nos contó una anécdota que le había pasado con los chavales del nuevo plan. Tras la clase y como era habitual en él, comenzó a indicar a sus alumnos (estos tenían 14 años; nosotros, 17) los ejercicios que tenían que hacer para el día siguiente. No se cortaba Lobillo, por lo que era un alivio el día que sólo nos mandaba seis. Nos contó que tras señalar los deberes a los chavales de 3º de ESO, un alumno de unos 15 años levantó la mano y Lobillo le preguntó qué quería. El chaval cuestionó muy serio: “¿Pero esto qué es, un castigo?”
El curtido profesor se rió nuevamente con más amargura, como el que ve un tren a punto de descarrilar lleno de monos con la risa floja, intoxicados por una partida de cacahuetes adulterados y más entretenidos en lanzarse mierdas y cáscaras de plátano en vez de evitar la tragedia. El hombre debió olerse en lo que la educación pública española iba a convertirse en solo unos años.
En un país en donde la derecha desprecia con rigor la educación pública –sus hijos se los reparten los jesuitas, el Opus Dei u otros hábitos-, la izquierda casi se la carga con una reforma desquiciada, y las autonomías se suman al pastel añadiéndole adoctrinamiento regionalista barato, parece que el único remedio a corto plazo es que desde la Unión Europea nos quiten la competencia y pongan un poco de sensatez. Tampoco vendría mal que en vez de obsesionarse con informatizar las aulas o enseñar en cuatro idiomas –no estoy en contra ni de los ordenadores ni de los idiomas, pero usando el raciocino y estableciendo prioridades- las autoridades se gastaran una ínfima parte del presupuesto en implantar en los colegios públicos españoles las técnicas de estudio de Ramón Campayo, un auténtico crack del aprendizaje.
Es más, cada vez que hay elecciones en algún país observo detenidamente las imágenes que la tele nos muestra de los líderes de los partidos políticos. Se ven a los primeros ministros o presidentes y a los candidatos de la oposición, solos o preferiblemente en familia, acudiendo sin corbata y en apariencia relajados a votar. ¿Dónde lo hacen? En un colegio público. ¿Has observado las infraestructuras de los colegios alemanes o estadounidenses frente a las escuelas españolas o italianas? Aleccionador.
En el culmen de los despropósitos, a la fiesta nacional educativa se ha sumado las televisiones. Antena 3, con un programa importado –como siempre-, Curso del 63, nos enseña ahora los métodos de la escuela franquista. ¿Para qué? ¿Para que comparemos? ¿Para que pensemos “ni lo uno ni lo otro, sino lo que está en el medio”? ¿Para devolver la autoridad al profesorado? Miedo me da la contraprogramación de Tele 5, tal vez metan en una clase a algún presentador energúmeno con un grupo de orangutanes y otro de gorilas para ver cuál hace y dice más memeces.
Apuesto por el presentador.
      

sábado, 3 de octubre de 2009

8. Antes de que te vayas

Espero darle con este artículo 30 años más de vida y que el hombre alcance los 110, siempre que le apetezca, claro, pero como no hay nadie que se lo vaya a traducir y a enviar y no soy supersticioso –trae mala suerte-, seguro que mal no le hará. Hablo de Clint Eastwood y pretendía dejar mis loas para dentro de unas 10 semanas, pero al ver en la wikepedia que ya tiene 79 tacos pensé ¿y si se muere mientras espero?, así que me adelanto antes de que se vaya.
Quizás lo viera por primera vez en alguna película del oeste como El bueno, el feo y el malo, o tal vez alguna de Harry el sucio, pero ya desde niño me gustaba aquel tipo que se encendía las cerillas en la barba y parecía desayunar tuercas en su cuenco de leche en vez de cereales supervitaminados. No es que quisiera parecerme a él, pero soñaba conseguir una mágnum del calibre 44 para jugar con mis colegas en la calle. Cosas de la infancia.
La última que le vi fue la de Gran Torino, y me pareció incluso mejor que Mystic River o Un mundo perfecto, y casi a la altura de Million Dollar Baby o Cazador blanco, corazón negro. Da igual, siendo obras maestras o sólo buenos largometrajes, las vuelvo a disfrutar cada vez que las veo, independientemente de que Eastwood sea actor, director o las dos cosas a la vez (y guionista y compositor de la banda sonora, ¡es una máquina!).
Puede que el personaje que suela interpretar haya perdido una brizna de originalidad, y el duro de una película se parezca demasiado a la de la anterior, pero todos tienen matices que lo hacen únicos. Y no siempre es un tipo pendenciero, de hecho en Los puentes de Madison también lo borda (aunque a la peli le falte una buena pelea).
Una de las virtudes que más me gustan de Eastwood, ideológicamente conservador, es su capacidad de ponerse en la piel de los que piensan de manera diferente a él y no para ningunearlos. No sé si realmente estará a favor de la eutanasia ni qué pensará de la inmigración, pero es honesto y civilizado, respetuoso con el rival; sus diferencias ideológicas no lo llevan al odio y a la marginación del adversario.
Pero la gran contribución de Eastwood en mi vida, aquello por lo que tendrá siempre una mesa privilegiada en mi Taberna de Armas aunque matase a media humanidad, es la película Sin perdón. Mira que me gustaron personajes como Harry el sucio o el que interpreta en El sargento de hierro, pero mi favorito es William Munny, el pistolero irredento de Sin perdón. Durante más de la mitad de la película trata de convencer a sus compañeros, al espectador y hasta a sí mismo, que sus tiempos de asesino han pasado. Curiosa la argumentación, más si cabe cuando se dirigía a un pueblo para cargarse a dos tipos, pero el personaje se encargaba de precisar que aquello era una excepción, un negocio urgente para solucionar su maltrecha economía familiar. Munny se autoexculpaba comparándose consigo mismo años atrás, cuando era un asesino sanguinario capaz de matar a su madre con una sonrisa en los labios. Pero Dios y su mujer lo habían reformado, decía, ya no era un ser despiadado sin sentimientos ni moral; renunciaba a lo que fue, un hombre débil, nos cuenta, que se dejaba llevar por la crueldad y la brutalidad. Ya no era un borracho desquiciado sino un viudo responsable del cuidado de sus hijos. Y se lo creía, aparentemente. Hasta que se cargan a Morgan Freeman. Bueno, al personaje que interpreta, el único amigo de Munny y que lo acompaña en el trabajito. No sólo lo torturan y acaban matándolo (a Clint también le dan una buena paliza), sino que el sheriff –impresionante Gene Hackman- y sus secuaces exhiben el cadáver como si fuera un trofeo de feria. Y es ahí cuando Munny se quita la máscara, cuando se rasca con una uña sucia el maquillaje con el que trataba de engañarse durante años y saca su verdadera estampa. Y es entonces, cuando el hijo de puta más peligroso del otro lado del Atlántico entra en la taberna del sheriff, en el territorio del enemigo, solo y escuetamente armado, pero con una mala leche que haría cagarse en los pantalones al ranger Walker y a Rambo juntos, y empieza a repartir estopa, sin demorarse mucho pero tomándose el tiempo necesario. Y cuando termina en la taberna avisa fuera para que nadie se equivoque ni se confunda, porque lo matará junto a su esposa y a sus amigos y le quemará su maldita casa; y concluye diciéndole a aquella pandilla de mierdas que si alguien más se atrevía a maltratar a una puta volvería y se los cargaría uno por uno.
Qué quieres que te diga, a mí esas cosas me siguen emocionando. 
     

sábado, 26 de septiembre de 2009

7. ¡Vengadores, reuníos!

Creía que a estas alturas de la civilización no iba a tener que defender cierta afición mía, uno pensaba que leer cómics o tebeos era ya un pasatiempo plenamente aceptado, gracias sobre todo a la popularización que el cine ha hecho de los superhéroes. Pero no, todavía hay quien menosprecia el género, quien pronuncia la palabra tebeo con enorme complejo de superioridad.
Mi primo me envió el otro día un correo con un artículo de Vicente Molina Foix, publicado en la revista Tiempo, en que ponía a caldo a los tebeos. David, quien me conoce y comparte conmigo el gusto por los cómics, no me dijo nada más, sólo escribió “Sin comentarios”. Llámame paranoico y pendenciero si quieres, pero me lo puso a huevo, es como si en el colegio el Ortiz me hubiera dicho: “tío, el Gordo va diciendo por ahí que eres un cabrón y un canijo de mierda”. Hasta le di las gracias por la información al gran instigador, leí el mensaje oculto, la provocación subliminal.
Bueno, a lo mejor me he emocionado y no pensaba nada de eso mi primo, es posible, quizás haya sacado conclusiones precipitadas, tal vez, o puede que no haya descodificado bien el mensaje, da igual. Al final, la mejor defensa es la que uno mismo puede procurarse, así que esto va por los tebeos que he leído en mi vida y por los que aún conservo en la estantería... y por mi primo. Y como diría el Capitán América a sus colegas: ¡Vengadores, reuníos!
Se quejaba el sesudo escritor de la moda del cómic, de cómo proliferaban las exposiciones y certámenes sobre el género y no sólo en verano. Criticaba que no se hablara del 50 aniversario de la publicación de Lolita, la magnífica novela de Nabokov (en realidad se publicó en 1955, en París, o sea, 54 aniversario) y que en cambio se conmemorara el 80 cumpleaños de Tintín (aquí sí que acertó la fecha). ¡Que gran oportunidad perdió el señor Molina Foix para hablar de la obra literaria de uno de los mejores escritores del siglo XX! Sin embargo, prefirió dedicar su artículo a lo que no le gusta. Curiosa elección, debe ser por aquello de que es un intelectual. Pero no fueron las críticas de Foix las que me sublevaron, no fue el hecho de que el articulista mostrara una soberana ignorancia sobre el género, una nula sensibilidad por un fenómeno que no entiende. Lo que me produjo la reacción fue el tono del artículo, la soberbia que destilaba, la pedantería y chulería intelectualoide que rezumaba. Criticaba el Premio Nacional del Cómic, abominaba de que un guionista o dibujante de tebeos pudiera estar a la misma altura que un escritor, poeta o ensayista. Mostraba una condescendencia pseudointelectual y patética por aquellos que leemos cómics, tildaba la lectura de tebeos como pasatiempo inocuo, de escaso aprovechamiento y nos acusaba a los defensores del género de infantilismo y padecer una quiebra de categorías estéticas. ¡Toma ya, Molina Foix, a ti la humildad y la sensibilidad artística sí que te hicieron un quiebro y te esquivaron de por vida!
El perdonavidas intelectual sólo salvaba del vilipendio a los dibujantes de las viñetas satíricas de contenido político, ¡asombroso!, es como decir que no te gusta la pasta pero que te encantan los fideos.
En fin, no voy a entrar en quién ha aportado más a la humanidad si Molina Foix o Francisco Ibáñez con su Mortadelo y Filemón; tampoco voy a dar una lista de obras maestras del género ni voy a contar quiénes son Neil Gaiman, Alan Moore o Stan Lee, no merece la pena, sólo digo que si Ibáñez y compañía estuvieran en la misma sala que el señor Foix, le harían un tremendísimo favor con escucharle más allá del protocolario saludo. Efectivamente, yo tampoco creo que estén al mismo nivel.
La tentativa de ninguneo del señor Foix me recuerda algo. Es el mismo desprecio lerdo que llevó a algunos entendidos del siglo XVII a despreciar El Quijote por ser una novela, cuando lo que se reverenciaba por aquella época era el teatro, en especial el de Lope de Vega. Y es verdad, Lope de Vega fue un genio literario, y comprendo que las aventuras de Alonso Quijano pudieran resultar raras para la época, incluso que no gustaran, pero sólo los muy insensibles, los muy ignorantes y los muy lerdos osaban despreciar El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, por cierto, la mayoría de los intelectualoides de entonces. Hasta que a alguien se le ocurrió leerlo, un día tonto, una tarde que, en vez de teatro o poesía, tenían a mano la novela de Cervantes. Y resulta que gustó, que a pesar de lo que predicaban los entendidos, aquel género menor que era la novela, aquel pasatiempo inocuo, entretenía tanto o más que lo otro, y que aquel soldado de Lepanto, aquel recaudador de impuestos corrupto, resultaba que escribía mejor en español que nadie hasta entonces ni de los que llegaron después. Pues eso.
    

sábado, 19 de septiembre de 2009

6. Paredones imaginarios

A pesar de lo que digan las malas lenguas no soy un pedazo de carne olvidadiza y sin sentimientos; yo también tengo esos días especiales en los que me levanto de la cama algo mohíno, desganado y triste, con ganas de comer chocolate (o fumármelo, ¡perdón!, lapsus de vidas pasadas). Vamos, que soy viril con corazón. Lo que ocurre es que en vez de preguntarme a qué saben las nubes o ponerme a llorar por alguna melodía, me da por lo mío, o sea, a crear imágenes mentales repetitivas que me entretienen durante algunas horas. No sé si es sano, pero sale gratis y no te meten en la cárcel, ventajas insoslayables hoy día para cualquier adulto.
Mi imagen favorita para los días de misantropía aguda, esos en los que te cargarías a media humanidad, es el paredón. Suena fuerte, pero no creas, todo queda ahí, en el cerebro. De momento.
El juego empieza de la siguiente manera: cuando me doy cuenta de que voy a tener una jornada sangrienta, intento retrasarla lo máximo posible. El placer llega cuando empiezan las ejecuciones sumarias, así que no pasa nada por esperarse un poco, lo voy saboreando. Trato de desviar mi pensamiento hacia los aspectos positivos de la humanidad, como que en unos 10.000 años hemos salido de las cavernas y conquistado la Luna, o que se ha reducido la mortalidad infantil o incluso que se haya creado un sistema como el de la Seguridad Social. En fin. Pero entonces ocurre lo inevitable, lo que sabía que iba a pasar aunque tratara falsamente de ignorarlo, el resorte, el clic, la primera ficha de dominó que cae. No sé, un conductor agresivo que casi te atropella en un paso de peatones, una contestación del funcionario de turno, un niño extravertido en el autobús o en el bar cuyos padres no lo educan ni silencian... chiquilladas, insignificancias que te tocan el alma y un poco más abajo también.
Ok, en ese momento comienzo con la selección. Ni sexo ni ideología ni religión ni color de piel... nada, sólo me guío por un criterio: si es cretino se le mata, si no, se salva; en caso de dudas, al paredón; para una cosa que no hace daño real no voy a andarme con remilgos. Ahí empieza la diversión, y voy levantando con una sola mirada paredones por doquier, en mitad de las calles, en el gimnasio, en las aulas, cualquier sitio es bueno para levantar una pared y que apoyen sus espaldas las víctimas de mi pasatiempo favorito imaginario.
-¡A ver, sonreíd para las fotos! –le digo a la multitud mojigata e ignorante, desconocedora de lo que se va a desencadenar.
Y comienzo: ¡Rakatakatá, rakatakatá! y la metralleta empieza a tirar balas y los cretinos a caer, y nuevos paredones imaginarios se levantan y más víctimas son engañadas por la vil y mezquina mentira de que voy a retratarlas. Y así puedo pasarme minutos de gran actividad, y luego, de manera intermitente, ir seleccionando a más cretinos para las ejecuciones futuras. La diversión termina cuando fusilo a un inocente. Es inevitable, en medio del frenesí vengador y asesino alguien te pregunta la hora o te hacen una llamada y te lo terminas cargando, por interrumpirte. Y ahí paro, con cierto sentimiento de culpabilidad que se disipa en segundos y mucho más tranquilo que cuando comencé.
Vale, puede que haya cierto trastorno sicológico o afectivo en lo que estoy diciendo, tal vez algún foskito caducado durante la infancia o alguna papilla adulterada, incluso alguna reprimenda de mis padres, qué sé yo, los sicólogos dicen que esas cosas marcan terriblemente, y no es que lo comparta pero mola tener una justificación para cargarte ficticiamente a unos cuantos.
En mi descargo añado que el juego no es sanguinario, no me recreo en la sangre, de hecho las víctimas caen abatidas y desaparecen, cual juego de ordenador. Ya ves, soy un hombre civilizado, además, hago mi particular contribución a la humanidad desalojando el mundo de tanto personal nefasto. Lo malo es que cualquier día me quedo solo, bueno, creo que Bartolo, mi pez naranja del Carrefour, se quedaría conmigo, aunque a veces cambia su habitual mirada bobalicona por unos ojos inyectados en sangre, como si él también pensara en paredones y quisiera echarme una foto. ¡Glub!
         

viernes, 11 de septiembre de 2009

5. Las tres hermanas de Holden Caulfield

No sé si me ocurrió la primera vez que lo leí, pero si no, fue a la segunda, y me refiero a El guardián entre el centeno, el magnífico libro de J.D. Salinger. Narrado por su protagonista, Holden Caulfield cuenta como lo expulsan de un selecto internado estadounidense y se marcha unos días antes de las vacaciones de Navidad a Nueva York, su ciudad. El chaval tiene 16 años y durante unos días deambula por la urbe sin que sus padres lo sepan, ya que ignoran que lo han expulsado y lo creen a salvo en el colegio. Holden se siente solo y busca compañía con bastante desespero, por lo que recurre a llamar a antiguos amores y colegas para pasar el rato, aunque luego acabe peleándose con ellos.
A pesar de que se publicara en 1951, no cuesta nada identificarse con Holden si uno tiene la más mínima sensibilidad; basta con la de un perro de porcelana. Caulfield es un inadaptado, un rebelde que lucha contra las reglas del mundo, sean buenas o miserables, un tipo melancólico y bastante despistado. Pero también es un chaval inteligente y noble, alguien diferente y sin duda mejor que sus compañeros de internado u otros personajillos con los que lidia a lo largo de la novela.
Si de adolescente disfrutaste del libro, de mayor lo saboreas aún mejor, y no sólo porque la historia se desarrolle en Nueva York, durante el invierno, con lagos de hielo donde patinan los enamorados; y tampoco porque transcurra en 1947, en un mundo ya contemporáneo pero a la vez tan lejano. Quizás ese sea uno de los ingredientes más sabrosos de la historia: comprobar que a finales de los 40 los adolescentes se comportaban como siempre lo han hecho.
El caso es que una de las veces que leí la novela, me demoré un poco más en un capítulo en el que Holden bajaba a la sala de fiestas del hotel donde se alojó por un día (tranquilo, no voy a contar mucho). La sala era un tugurio con orquesta, pero el chico tenía ganas de compañía. Le había fallado la cita con una joven y como no quería regresar a la habitación cautivo y desarmado, escudriñó el local y se encontró con tres chicas en una mesa cercana. Eran mayores que él, unos 30 años, pero el chaval contaba con su resolución y con que el partido lo jugaba en casa: era un neoyorquino en su territorio. En cambio, las tres jóvenes eran unas catetillas del noroeste americano, fuera de su hábitat natural, que llamaban la atención y no precisamente para bien.
Cuando Holden se acercó, las tres reaccionaron al unísono y quisieron espantarlo: era demasiado joven para ellas y no querían malgastar su tiempo en Nueva York con un niñato, y menos de noche: para una vez que iban a estar en su vida...
Pero como la vida es así de cabrona, el príncipe azul neoyorquino no apareció en la sala de fiestas, Frank Sinatra se fue aquella noche a una timba de póker con un primo suyo y Richard Gere aún no había nacido. Así que las tres mozas aceptaron al chaval en su mesa después de que Holden las invitara a bailar. Pronto se vio que aquello era un desastre. El chico, consciente de la tremendísima diferencia cultural e intelectual que le separaba de las tres turistas, cometió el error que todo adolescente de ese tipo termina por brindar: se burló de ellas. Las tres se ofendieron como sólo un bruto puede hacerlo ante la risa ajena. Si hubiera sido algo mayor, o no las habría abordado o se hubiera ido a la cama con la más asequible tras 2 copas y un “te voy a enseñar el Puente de Brooklyn que está ahí a la vuelta de la esquina”. Pero las tres se rebotaron y Holden estuvo a punto de perder la compañía. Entonces, para disipar el ambiente, el chaval deslizó un comentario, ya sabes, uno de esos tontos que uno hace sin maldad alguna y que termina por desencadenar un despido, una andanada de hostias o una separación. Resulta que de las tres, había una casi normal, pero las otras dos eran considerablemente feas, y Holden, como el que no quiere la cosa, le preguntó a las dos si eran hermanas.
Las catetillas se sintieron terriblemente ofendidas, porque “una cosa es que una sea fea y otra bien diferente y peor que la confundan como hermana de otra tía aún más fea”, debieron de pensar aquellos personajes ficticios. Y entonces me acordé de España y de lo que nos gusta a los españoles diferenciarnos los unos de los otros, exagerando las diferencias hasta el patetismo y soslayando los indiscutibles parecidos. Somos cutres y nos reconocemos como tales, pero coño, que el de al lado es más feo y huele peor.
En fin, que cualquier día me hago andorrano.
    

sábado, 5 de septiembre de 2009

4. El móvil de Inocencio

No se llamaba Inocencio pero lo presentaré así, e hizo bien su madre en bautizarlo con otro nombre, porque si no sus enemigos y adversarios habrían tenido un argumento más para criticarlo. Y no es que anduviera escaso de defectos, pero pocos los había en su pueblo que se atrevieran a enumerárselos a la cara, que por algo era el alcalde. Ocupó la alcaldía cuatro legislaturas, consecutivas: robó cuanto pudo, se aprovechó de sus desmedidos poderes públicos para colocar a familiares y amigos, y su actuación durante 16 años hubiera sonrojado incluso a Jesús Gil. Pero le votaban.
Ganaba elecciones con tal facilidad, que hasta empezó a conocerse fuera de la provincia. Daba ruedas de prensa en la Diputación, se fotografiaba con cantantes y toreros, y un grupo de correligionarios quiso ascenderlo proponiéndolo como candidato en una ciudad mucho mayor que la suya. El alcalde aceptó enseguida, pero algún sensato lo amenazó con destapar ciertas corruptelas si no se quedaba tranquilo en el pueblo.
El hombre adoptó ya, a finales de la segunda legislatura, el aspecto por el que sería reconocido por siempre. Había tenido sobrepeso, pero debido a un accidente de tráfico, que los bien pensantes atribuyeron a un exceso de vino y ginebra, y las malas lenguas a que además estaba echando una carrera contra su cuñado –concejal de fiestas-, perdió 15 kilos. Una vez recuperado se le vio vestido impecable con su traje azul marino, zapatos oscuros y corbatas rojas o marrones. Abandonó la simple camisa de rayas desabotonada, se perdió para siempre su tremendo estómago adiposo y el poco pelo que le quedaba encaneció en dos meses. Si no hablaba y sin copa en la mano, podía pasar por un señor respetable.
Su mujer era el gran báculo de aquel corrupto caminante. Si Inocencio había sobrevivido a sus propios vicios fue gracias a la Capitana, como le gustaba llamarla. Ella poseía una autoridad natural, de esas que no se enseñan en ningún master de administración, en ningún curso de liderazgo; lo de la Capitana era la mala hostia de toda la vida. Y si en público no discutían nunca, como Inocencio llegara a casa demasiado borracho, muy tarde o con exceso de rímel o pintalabios, los gritos levantaban a la calle entera.
Un día a principios de los 90, durante su tercera legislatura, Inocencio se compró un móvil. Imagínate los de la época. Eran especies de maletines que llevaban en los coches los políticos o grandes empresarios estadounidenses.
El día del estreno, Inocencio se metió en el Mercedes, cogió su agenda telefónica y mientras el chófer le daba vueltas al pueblo, el alcalde fue llamando a todos sus primos, hermanos, amigos y empresarios de la zona. Recogió a su cuñado y luego fueron a por otros dos concejales más, y al final, a las 9 de la noche, el Mercedes estaba abierto en la plaza del pueblo para que los vecinos admiraran el teléfono del alcalde: “Esto no lo tienen ni en Madrid”, decía el concejal de fiestas.
Horas después, el Mercedes y dos coches más se encaminaron al puticlub de las afueras del municipio. Era un lugar habitual del alcalde y de los concejales, y allí se sentaron todos en la barra para contemplar el móvil de Inocencio. El alcalde miraba más a su artilugio que a las señoritas, que por otra parte y como todos, observaban entre risas y exclamaciones de sorpresa el aparatoso móvil. Y de repente ocurrió. Sonó un timbre. El concejal de fiestas dijo muy serio: “Que alguien apague el despertador”. Pero para el segundo timbrazo quedó claro que lo que sonaba era el móvil. Alguien llamaba, y el alcalde ignoraba a qué tecla tenía que darle para descolgar. Además, sabía quién lo llamaba: su señora. Le había dado el número de teléfono a primera hora, pero luego ni se había molestado en llamarla. La mujer estaría preocupada. Sonó el tercer ring. No, preocupada, no, encabronada. Cuarta llamada. Todos dejaron de mirar al teléfono y se fijaron en el alcalde: un señor respetable, pero en un puticlub, con un teléfono móvil recién comprado y temiendo descolgar. Inocencio sudaba, se había puesto rojo, se restregaba nervioso las yemas de los dedos por su frente interminable. Miró su reloj y lanzó un tremendo bufido: las dos de la madrugada. Pero Inocencio se envalentonó, estaba delante de sus votantes, él no se amilanaba ni ante la Guardia Civil. Descolgó iracundo.
-¡Dígame!
-Inocencio, soy yo –dijo la mujer desde el otro lado.
El hombre se puso amarillo y enmudeció, todos los del puticlub esperaban ansiosos su respuesta. Ya sabían que era la mujer del alcalde, y éste los miraba en busca de ayuda, pero nadie se atrevió ni a suspirar: se había parado hasta la música. Entonces, el alcalde, solo pero observado, endureció el gesto y se decidió a atacar en vez de defenderse. Así, con el orgullo herido, preguntó.
-¿¡Y tú cómo coño sabías que estaba aquí!?
           

sábado, 29 de agosto de 2009


3. Supervillano por convicción

Cada vez tengo más claro que si viviera en un mundo de ficción me convertiría en un supervillano, y no en uno cualquiera, sino en el megalómano que quiere dominar el mundo o destruirlo, según le pete. Y no por una razón accidental, qué sé yo, que me intoxicara con un cargamento de cacahuetes adulterados o que al mezclar el nesquik con la coca cola me convirtiera en un mamón superpoderoso, ni siquiera por una tragedia irreparable como que algún ecologista liberara a Bartolo de la pecera de mi salón. Negativo. Sería supervillano por convicción. Y es que, ya que hablamos de mundos ficticios, no me digas que no molaría putear un poco a casi todo el personal sin consecuencias funestas.
Tal vez sea un poco sádico y contraproducente decir esto, pero estoy dispuesto a defenderlo desde el plano intelectual hasta las últimas consecuencias. Pongamos un ejemplo: vas al médico porque una mañana te levantas con fiebre, diarrea y mala cara. Ok, no te vas a morir, sabes que si estás un día en casa -dos como mucho- comiendo yogures blancos y un poco de arroz, probablemente te cures. Hasta recuerdas que en el armario del cuarto de baño tienes Primperan por si te da por vomitar. Pero resulta que tu jefe no da crédito alguno a tu sabiduría en medicina, y mucho menos a tu palabra, así que necesitas un justificante del médico para presentárselo y que sólo te eche una mala mirada por no haber ido a currar. Bueno, es razonable, lo compro, siempre hay espabilados que se aprovechan de estos casos, el sistema debe defenderse.
Así que llegas al ambulatorio con una mano detrás por si te da el apretón y mirando como loco por dónde se irá al servicio, que casi siempre está en la última planta. Con la cara lívida le cuentas a la auxiliar, administrativa, ayudante o lo que sea, porque enfermera no es y tiene siempre una mala leche impresionante, que te has levantado malísimo y que quieres que el médico te vea. La tipa te mira como si le hubieras pedido dinero o que te limpiara los mocos, y luego te pregunta si tenías cita previa. “No, me he puesto malo esta madrugada”, contestas. “Pues no sé si te podrá atender porque hoy la consulta está llena”. Coño, siempre sucede lo mismo cuando me pongo malo.
En fin, después de pasar el primer obstáculo, nada desdeñable, llegas a una sala donde tu objetivo es darle al médico un papelito, en cuanto salga de su consulta el paciente al que atiende. Y a pesar de verte como estás -todos parecen razonablemente sanos-, el resto de los pacientes te miran con hostilidad creciente conforme se abre la puerta y te acercas con el papel. Concretando, el médico te llama el penúltimo de la sala y tras firmarte una receta –aún les cuesta dominar las impresoras y te sueltan que no son informáticos, toma castaña- te dice que comas dieta blanda, o sea, yogures blancos y arroz; y encima te receta Primperan. Es entonces cuando, malo como estás, piensas en lo hermoso y gratificante que sería en esos momentos vivir en el universo Marvel (ya sabes, Spiderman; Superman y Batman son de DC) y convertirse en el Doctor Muerte y encerrar en las mazmorras de Latveria a tu jefe, a la auxiliar, al médico, a los pacientes insensibles y a uno que pasaba por allí y que no tenía nada que ver pero que eligió un momento chungo para cruzarse en tu camino. ¡Entiéndeme! Un héroe no puede castigarlos, ni siquiera el Motorista Fantasma, así que recurro a unos villanos que manejarían la situación con auténtica maestría redentora.
Es cierto que tipos así, trasladados a la vida real, son los peores criminales de la historia. Un malo con ideas puede ser más dañino para la humanidad que el personaje más sádico. Un ejemplo: a pesar de los horripilantes experimentos del doctor nazi Mengele, que se divertía torturando a gente indefensa, su contribución científica o militar al Eje durante la Segunda Guerra Mundial fue nula. Su mente perturbada hizo daño a muchos, pero su alcance fue muy limitado. Sin embargo su homólogo japonés, Shiro Ishii, fue peor: entre otras lindezas usó a pájaros para difundir el ántrax o pulgas para la peste bubónica. Claro que aún llegaron más lejos los chicos de Oppenheimer y el proyecto Manhattan, los creadores de las primeras bombas atómicas, aunque creo que ellos eran de los buenos, ¿o no?
Bueno, mejor me quedo con el Doctor Muerte, después de todo intentar acabar con los 4 Fantásticos no era tan mala idea.
  

sábado, 22 de agosto de 2009

2. Pitufo Guarrón

Conozco a una pareja xenófoba que a poco que hablaras con ellos te soltaban, viniera a cuento o no, que en España había demasiados extranjeros y que sólo venían a robarnos los puestos de trabajo y a traer enfermedades. También eran racistas, y eso que él puede pasar perfectamente por el primo bajito y moreno de Alfredo Landa, pero supongo que los hobbits son así, claro, después de lo de Frodo con el anillo cualquiera les discute que su propia raza es más bien feúcha. Hablo en pasado, ya no los oigo decir eso. La pareja tiene tres hijos varones que sobrepasan los 35. Uno de ellos se casó con una filipina, otro vive con una boliviana y el tercero permanece soltero, pero cambia de novia cada tres meses... en fin, ya no hablan mucho del tema y parecen felices con sus dos nietos y con la que, posiblemente, nacerá en unos meses.
También sé de una vieja señora que criticaba a toda mujer que saliera a la calle pintada y sin su marido. Las críticas hacia las de su mismo sexo empezaban desde la adolescencia y se prolongaban hasta las de su edad, por lo que cualquier fémina que pasara por la mirada obtusa de la vieja era una puta en potencia, sospechosa por cualquier actitud. Sus víctimas preferidas eran las separadas y divorciadas a las que, siempre a sus espaldas -aunque con una sonrisa cuando las trataba de frente-, desollaba vivas con su lengua brutal y venenosa. No sé, el caso es que hay situaciones que uno debe prever, sobre todo cuando tienes una hija treintañera, pero el caso es que la vástaga de la señora engañó a su marido, se enteró todo el pueblo y luego se divorció. Por este orden. La vieja cambió el discurso e hizo cerrada defensa de su niña, e incluso llegó a argumentar a la única amiga que le queda, que su hija se cansó de su marido porque no le daba sexo, ¡toma piruleta! Pero la historia continuó y al cabo de unos meses de convivencia con el nuevo novio, el campeón se cansó de ella y la dejó, así que la joven se buscó a otro novio, y luego a otro, y a otro... bueno, ya sabes, que la buena madre se hartó de la defensa y tomó la que, seguramente, fue la mejor decisión de su vida: callarse un rato.
Las fuerzas vivas del Universo son así de cabronas con el ser humano, golpean allí donde nos duele, con énfasis, reiteradamente, hasta que aprendemos la lección.
Un último caso ilustrativo, el más sangrante, quizás. Ocurrió en los 90. Cierto pitufo –policía local- se divertía en sus rondas nocturnas alumbrando con una linterna a las parejas que, civilizadamente, follaban en sus propios coches. En toda ciudad o pueblo que se precie suele haber un descampado o un lugar poco alumbrado propicio para estas situaciones. El susodicho, en vez de vigilar las calles del municipio que le pagaba, iba expresamente a las afueras del lugar para alumbrar a los amantes. De hecho, no se contentaba con ser un baboso mirón, sino que tocaba con la linterna en las ventanillas interrumpiendo cualquier acto, con lo que el susto debía ser mayúsculo y desagradable. Después, el muy perturbado, trataba de legitimar su actuación abroncando a los jóvenes por actitud indecorosa. Lo de Pitufo Guarrón tenía una doble vertiente: se excitaba viendo follar a los jóvenes y aún más cuando los humillaba. Era un imprudente, el bellaco, pues por mucha placa que lleve uno encima, siempre puede haber un tipo que, metido en faena, te meta el palo de regaliz por donde más escueza.
Pitufo Guarrón siguió pitufeando, desentendiéndose de la seguridad de sus conciudadanos y saboreando los encuentros de unos jóvenes que terminaron por frecuentar lugares más alejados, donde el vicioso pitufillo no pudiera llegar. Pero una noche de verano una pareja imprudente decidió jugársela. Era una noche tonta y aburrida que al final desembocó en el descampado de costumbre y con las ventanillas bajadas, pues hacía un calor bochornoso y nadie cerca para fisgonear. O casi, porque como la mosca capaz de detectar la mierda a kilómetros de distancia, Pitufo Guarrón percibió el coche de los criminales. Se relamió los labios, preparó la linterna y se acercó con pasos mullidos para darles el susto de su vida. ¡Y vaya si los asustó! Pegó un grito, dio una patada en la puerta del conductor y alumbró al mismo tiempo a los amantes que, con las ventanillas bajadas, estaban más indefensos que nunca. Disfrutaba del desconcierto, del miedo, se sentía imponente y machote, como si le hubiera pateado los testículos al mismísimo Gárgamel, urdidor contra pitufos. Pero... bueno, el caso es que se oyó un sonoro “¡papá!”, y Pitufo Guarrón no dio crédito al hecho de que un tirillas bajito y con patillas se estaba zumbando a la niña de sus ojos. Se quedó alelado, incapaz de decir nada coherente. No me preguntes cómo pero al día siguiente se enteró todo el pueblo. Para mí que el de las patillas lo hizo a sabiendas.