domingo, 19 de diciembre de 2010

70. Mientras camino

Hace un par de semanas tras una visita a Sevilla con temporal incluido –razón por la que el 5 de diciembre no actualicé el blog (bueno, y que no dejé nada preparado)-, en la que aparte de ver a mi familia y amigos, mi chica y yo nos mojamos como boquerones, mi primo David volvió a obsequiarme con un regalo literario. En esta ocasión era una especie de autobiografía de Stephen King, Mientras escribo, un libro en el que repasa a vuela pluma retazos de su vida, para más tarde hablar del oficio de escritor. Me leí el libro con fruición, disfruté más que con muchas novelas y luego le rendí homenaje al maestro leyéndome Cujo, una de sus primeras obras y en la que el malo malote es un San Bernardo rabioso que, amén de cargarse a todo el que se cruza por su camino, aterroriza a una mujer y a su hijo atrapados en un Ford Pinto. Bueno, en realidad leí Cujo por pura diversión y nada más, pero pienso que es el mejor homenaje que se le puede rendir a un escritor.
En la biografía, tras contar las penalidades de su infancia –no las llamó así y las relata con un punto de cariño, con mucho sosiego y ni un ápice de victimismo-, Stephen aborda el oficio que le ha hecho millonario y mundialmente famoso. Gracias a su talento y a su inmensa capacidad de trabajo, a su constancia y aliento, las obsesiones del americano han alimentado la imaginación de millones de personas mediante sus novelas y las posteriores adaptaciones cinematográficas. Míster King exhala amor y reverencia por la profesión. Transmite su devoción por la literatura y explica de manera práctica qué hace él para escribir, por qué es tan importante fijarse un horario para hacerlo, buscarse una habitación con trincheras y leer muchísimo para llenar el depósito de combustible.
El libro no sólo me gustó por su carácter práctico; el autor también demostró la valentía que tiene al reconocer su pasada adicción al alcohol y a las drogas. No se escuda, no se pavonea ni se justifica, simplemente detalla hasta qué punto llegó en sus adicciones y cómo, a pesar de ellas, siguió escribiendo párrafo a párrafo, terminando una novela para empezar luego otra. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que la vida era más importante que la literatura, de que sobrevivir y respirar eran aun más esenciales que emborronar folios. Para un tipo como King fue todo un descubrimiento, para nosotros, una suerte al seguir disfrutando de su extensa obra. Luego tuvo que recordar lo importante que era eso, vivir, cuando una furgoneta estuvo a punto de matarlo en el año 1999. Nuevamente la literatura jugó a su favor, pero siempre como fiel escudera de la vida.
Me gustó leer eso, uno se siente un poco menos solo en el mundo cuando lee cosas así, cuando también descubre, en mi caso andando por el pasillo de casa (todos mis grandes descubrimientos sobre la vida me han llegado mientras realizaba alguna actividad cotidiana), que la literatura no puede ser más importante que la vida; que un sueño, que un deseo, no pueden dilapidarla. Y a veces tengo que recordarlo, repensar las prioridades para que mi obsesión no se convierta en mi veneno, o al menos no en uno mortal e incapacitante.
Casi seguro que nunca le darán el Nobel de Literatura, pero Stephen King ha ganado muchos más aficionados para la causa –la lectura- que la mayoría de los premiados. Es un tipo afortunado: ha sobrevivido a sus deseos.