domingo, 12 de diciembre de 2010

69. Assange el destructor

Cierta peña puede camuflarse con una simple corbata. Es el caso de Julian Assange, fundador y portavoz de Wikileaks, un tipo que cuando se trajea puede pasar por hombre de negocios, político relevante o diplomático brillante.
Incluso los papeles de agente del FBI, inspector de Hacienda o doctor en medicina nuclear le van al pelo. Si tuviera dotes de actor, cualquier director espabilado lo ficharía para toda su carrera, siempre que necesitara a personajes con el perfil de hombre atractivo, triunfador y profesional. Porque tiene pinta de eso, de no ensuciarse las manos de grasa ni de ponerse un mono manchado con gotitas de pintura. De hecho, si tuviera que adjudicarle una profesión eminentemente manual sería como concertista de música clásica –piano, violín- o como chef de un restaurante de lujo. También podría quedar bien como asesino profesional, ya sabes, del perfil frío y calculador.
Es el invitado ideal del Poder, uno de los suyos, aparentemente. Un tipo agradable al que los financieros, políticos y los Místers Importantes de turno agasajarían en sus fiestas porque no sólo gusta a sus mujeres e hijas sino a ellos mismos. Alguien en quien depositar su confianza y conseguir su atención y amistad, un conocido del que presumir. Y no dudo que en más de una ocasión y de dos, míster Assange se haya aprovechado de su camuflaje clasista para obtener información que con el desaliño no habría podido lograr. Como mola Assange: le toca los huevos al poderoso.
Hace unas semanas que hablé de las ficciones, del poder y la trascendencia que tienen para la vida y la sociedad. Assange es un destructor de malas ficciones, en concreto de las que sustentan las relaciones internacionales. Gracias a las filtraciones de Wikileaks podemos saber lo que sospechamos: que nuestros representantes y sus colegas extranjeros huelen igual o peor que nosotros. Que se pasan las instituciones a las que dicen defender por la entrepierna y que no dudan en tratar como imbécil a la ciudadanía que los sustenta con sus votos e impuestos. Defienden el servilismo y la sumisión frente al poderoso, se comportan como lacayos ante ellos… y como déspotas y soberbios ante nosotros. Cada vez disimulan peor.
Para colmo, en España no existe la experiencia histórica de otras sociedades, como la francesa o inglesa, en la que el gobernante tiene un puntito de precaución: “Si estos cabrones le cortaron la cabeza a un rey, qué no podrían hacerme ahora a mí”. Aquí gritaron nuestros antepasados “¡Vivan las caenas!” cuando regresó del exilio Fernando VII. Franco y él comparten la infamia de ser de lo peorcito que hemos padecido. Incluso para ser españoles.
Si alguna vez dudé del bien que hacían las filtraciones de Wikileaks me las disipó las críticas de Leire Pajín. Como buena trepa de la vida y la política que es, como persona que no sabe nada más allá del ascenso en un partido político, aprovechó una de sus infames ruedas de prensa para arremeter contra las filtraciones. No me extraña. Ni tampoco que la mayoría política de todo el mundo –gobernantes y oposición- quieran que Assange desaparezca: vía CIA, algún juez fundamentalista de Estados Unidos o a través de la muy hembrista fiscalía sueca. Assange, con su carita de bueno, con sus modales de alta sociedad y apariencia de broker londinense es el despiadado cabrón que está demoliendo unas ficciones que ya no valen para las democracias del siglo XXI. Ya es hora de sepultar los perfumes en los armarios y lavarnos un poco con jabón neutro. Nuestra higiene colectiva lo agradecerá.