sábado, 20 de marzo de 2010

32. Un día de fiesta

Recuerdo una noticia que me interesó bastante en su día y que suele repetirse cada dos o tres años, al menos esa es la periodicidad con la que suelen sacarla en los medios, aunque yo creo que ocurre más a menudo y que si la silencian es para evitar el efecto imitación. Habrás escuchado alguna similar. Nuestro protagonista es un tipo cualquiera que trata de dormir pero que no puede por el fuerte ruido que provoca algún vecino; un buen día se cansa, saca la escopeta de perdigones y le endiña media ración de plomo al del ruidito. Asunto concluido. Ya sé que se trata de un homicidio y no lo voy apoyar porque seguro que es delictivo y me pueden enchironar, pero una cosa es no aplaudir el hecho y otra sentirse fuertemente identificado con la víctima, la del ruido, por supuesto.
Hace menos de dos días la noche en vela por los ruidos me tocó a mí, aunque por suerte no fue culpa de ningún vecino de rostro conocido, sino de una masa enardecida que celebraba la llegada de la primavera en una de las múltiples fiestas que asolan el territorio nacional; en esta ocasión se trataba de las Fallas. La de antes de anoche fue una mezcla de verbena, orquesta y disco-móvil la que mantuvo a medio pueblo despierto. Como suele ocurrir en estos casos, le dieron el micrófono y la tecla del volumen al tarado de turno –son todos iguales, da igual al pueblo de España al que uno vaya-, quien nos tuvo despiertas por su incívico comportamiento a unas cuantas familias de la zona. Ni se me ocurrió llamar a los Pitufos, si en circunstancias normales te dicen aquello de:”¿Le ha pedido al vecino que baje el volumen?”, en plenas Fallas los policías locales se hubieran carcajeado de mí por el simple hecho de quejarme, y encima de Sevilla, incapaz, según el planteamiento, de disfrutar de ese exceso de decibelios falleros y madrugueros que tan bien le sientan al ser humano. Como optimista que soy, al principio traté de dormir: me acosté pasada la una de madrugada, cerré persiana y ventana y comencé a quedarme dormido. Pero el tarado de la disco-móvil aprovechó para subir el chumba-chumba al doble de lo que estaba puesto, y cuando ya parecía que estaba bajando de nuevo el volumen, los de la banda de música irrumpieron con una marcha sin ton ni son, pero aún más audible que la disco. Para entonces mi chica ya había optado por levantarse y encender la tele. Yo permanecí unos minutos más y no porque creyera que fueran a parar de un momento a otro –eran sólo las dos y pico de la madrugada, conozco a mi país-, sino porque me entretuve ideando una solución que incluía: pasamontañas, un rifle de asalto Ak-47 y una ruta de escape. Para colmo de males ni siquiera llovía y mis oraciones al Thor de la Marvel -pero igualmente dios del trueno, al fin y al cabo- no surtieron efecto y ningún rayo calcinó al mamón de la disco-móvil ni a la banda de música al completo, incluido al que sólo lleva el estandarte. Qué quieres que te diga; el insomnio obligado me estresa.
Al final hube de levantarme, me metí en el ordenador y eché una partidita al Imperium III –juego de estrategia bélica ambientada en la época romana-. Al final, sobre las cuatro y media de la mañana, momento en el que se me colgó el ordenador (tenía a los romanos arrinconados y pidiéndome clemencia), no escuché ya a los incivilizados y tarados, y mi chica y yo pudimos conciliar el sueño.
Ya sé que es sólo un día, ya sé que son fiestas, ya sé que hay que ser tolerantes… pero es que eso es precisamente lo que pienso cuando un tipo, que por lo demás es buena gente, como todos, un día de fiesta saca la perdigonera a pasear y llena de plomos al pillado de la disco-móvil, al vecino cabrón o a la banda entera de músicos. Habrá que ser tolerantes con el chaval. ¿Verdad que actitudes como esa joden la convivencia? Yo pienso lo mismo.