sábado, 19 de junio de 2010

45. Señora del pequeño poder

La primera vez que ostentó una ventaja sobre los demás fue cuando sus padres instalaron en casa el aire acondicionado, y como tenía fama de lista, a la cría le dieron las instrucciones del aparato y su mando para que regulara una temperatura agradable para el salón de la casa. Y al principio lo hizo, movida más por la obediencia por que por su natural bondad, pues nunca la tuvo ni la tendrá. Pero pronto descubrió que la vida sin maldad no tenía alicientes y que como carecía de talento para aportar nada bueno a la sociedad, a sus amigas o a su familia, decantarse por el dominio del prójimo era lo más divertido y provechoso que podía y sabía hacer. Tuvo la oportunidad de haberse quedado quieta, decisión que le habría granjeado miriadas de felicitaciones y abrazos, pero la sociedad nos hace malos y ella reivindicaba ser centro de atención, por lo que fue fácil sucumbir a la imbecilidad de corte maligna. Así que dejó el aire a 21 grados sólo para que su madre y su padre, y también su hermana mayor le pidieran por favor que lo subiera, que allí no podía vivir nadie. Y lo hizo. Pero cada día se encargó de modificar algo a través del mando para putear a los demás –y a sí misma, que algún precio hay que pagar cuando además de malo se es imbécil-. Se ponía enferma sólo de ver cómo su hermana o su padre querían el mando del aire para acabar con aquel frigorífico o infierno, según placiera a sus santos ovarios. Al final la obligaron a soltar el aparatito, pero aquella había sido su primera victoria sobre un colectivo: los había dominado a todos cual Sauron con el anillo único.
Pasaron los años y aprendió a ocultar sus intenciones tras una máscara de peloteo infame, por lo menos con los que ella identificaba como más fuertes, porque a los que catalogaba como débiles los intentaba dominar desde el principio sin reparo alguno y con mucho desprecio. No tardó en averiguar que ella no valdría nunca para liderar nada importante, pero las sobras… esas se las disputaría hasta al mismísimo Lucifer. En aquella comida putrefacta que los poderosillos le servían en la palma de la mano estaba todo lo que ella ansiaba: escasa responsabilidad y mucho poder sobre la vida otros seres humanos. Y así fue como tras su particular etapa en el desierto, en la que sólo pudo putear a algunas compañeras de trabajo y dominar a su marido y vástagos, y ejercer su perniciosa influencia sobre su hermana y padres, así fue como tuvo un día afortunado. Hay que pensar que ocurrió en una sociedad como la nuestra, que aúpa a lo peorcito que tiene siempre que puede y le dejan. Tras una serie de rocambolescos movimientos de sillas, sillones, mesas y cajones, se vio de pronto ascendida a jefecilla, y entonces embadurnó con su mala baba a todos los que tuvieron la mala suerte de caer bajo su mando. Y no ocultó sus preferencias por unas en detrimento de otras, ni su desprecio ni chulería de boba perdonavidas que va por el mundo tratando de manejar el destino de la gente. Fue así como se convirtió en señora del pequeño poder. Y del aire acondicionado de casa pasó al del trabajo, y de criticar los vestidos de su hermana pasó a los de sus subordinadas, y de organizarle la casa a su antojo a hijos y marido pasó a desquiciar a los demás con sus absurdas y maliciosas decisiones: vacaciones, horarios, turnos… todo lo que pasaba por sus manos lo convertía en mierda, como buena tontamala.
Pero hay una cosa que no puede perdonar, hay algo que odia más allá de todo control, que la inflama, que la devora y la subyuga. No admite que pasen de ella, que la ignoren, que se rían de sus memeces, que le digan que no sabe algo… pero lo que peor lleva es que la conozcan, que la señalen con el dedo y que la identifiquen, que no la dejen colocarse detrás de uno como alidada y amiga, pues así sabe que nunca podrá traicionar a esa persona. La cobarde se duele y se resiente cuando sólo se le permite llegar de frente y no desde atrás o desde el lado. Cuando a la señora del pequeño poder, así, en minúsculas, se le demuestra a las claras que no se la quiere llega a la cólera. Tan poco se estima la fulana que necesita del amor de otros para soportarse.