domingo, 27 de febrero de 2011

80. El buen demócrata

Al estirado de Cameron, el primer ministro británico, alguien debería decirle que se la deje de coger con papel de fumar cada vez que vaya al meadero, claro que si esperamos a que Silvio se la enfunde primero o Zp aprenda inglés, más vale que le den el recado los universitarios británicos, que ya asaltaron la sede del partido conservador cuando Cameron y los liberales los dejaron sin becas. Quién dice que todavía no quedan ejemplos a seguir en Europa.
Los líderes políticos europeos deberían conocer más a sus ciudadanos y preocuparse menos, confiar más en su desprecio pasota: sabemos de la hipocresía de nuestros presidentes y jefes de Estado, que se fotografían hoy con el presidente chino y ayer con Gadafi, Mubarak y Ben Ali. Quitarle la inmunidad diplomática a Gadafi en Gran Bretaña, como ha hecho Cameron, es una nadería. Al europeo medio eso le importa una mierda, con tal de que tenga trabajo, tele y paz; Trípoli, El Cairo o Túnez sólo son destinos turísticos, no paraísos utópicos. Ya lo dijo Bisbal, al que crucificaron por expresar lo que millones de compatriotas continentales siguen pesando: “¿me joderá esto las vacaciones de Semana Santa?”.
Del mismo modo que ninguna sociedad europea se rasgó las vestiduras por las filtraciones que realizó Wikileaks, el que hoy se hable de las pasadas y magníficas relaciones entre nuestros buenos demócratas y los malos sátrapas y dictadores sólo sirve para entretenerse. A Franco lo terminaron aceptando en USA y Europa, y a Hitler le pararon los pies sólo porque no supo detenerse a tiempo. Mira como con Stalin los buenos demócratas dejaron el ajuste de cuenta para las páginas de Historia.
Claro que la caída de los sátrapas viene en un mal momento para nuestros líderes occidentales. Vemos a un grupo humano exigir la libertad, los derechos humanos, y a las pocas semanas cae un tirano que llevaba décadas en el poder. Y luego, otro, y ahora viene el próximo. Hoy sabemos, antes de que ocurra, que Gadafi caerá, y también que no será el último.
Ahora el europeo apoltronado está comenzando a incomodarse. Sabe que va tener que jubilarse un poco más tarde, que la gasofa está más cara y que el Estado del Bienestar comienza a ser una fábula con la que entretener a nuestros nietos. Y al mismo tiempo que comenzamos a sentir un frío incómodo en nuestro salón, un calor inaguantable en el centro comercial de turno, el europeo comienza a pensar si no es hora de competir de verdad. No como los chinos, sino como lo tunecinos, los egipcios y los libios. Salir a la calle, ocupar las plazas y acojonar a nuestros líderes; quitarlos de en medio. Es obvio que con una tasa de paro que ronda el 10% la peña no va a pasarse el día en una plaza de Berlín o Londres reclamando más libertad, redistribución o justicia social, pero no me atrevo a decir lo mismo con una tasa del 20% y mucho menos si sigue escalando. ¿Mejoraría la cosa? ¿Tendríamos mejores sociedades, mejores líderes? ¿Serían más responsables, democráticos y justos si salimos a repartir estopa? Lo dudo, pero importa poco, las revoluciones tienen poco que ver con el deseo de mejorar el presente: se trata más bien de un ajuste de cuentas, de una redistribución del miedo, del dolor y la pobreza; y sobre todo una vía de escape para frustración y la ira. Pero a la larga funciona, el nuevo gobernante no olvida que a su predecesor se lo ventilaron en una mala tarde. Lástima que España no tengamos esa experiencia: lo que habríamos avanzado.