domingo, 27 de junio de 2010

46. El mal ejemplo

Hay escenas de películas o fragmentos de novelas que bien valen la experiencia de verlas o leerlas por completo. Quizás el conjunto de la obra no sea muy elevado, pero con dos o tres escenas memorables, de esas que recuerdas 10 años después de haberlas visto, más de un creador salva su reputación y su trabajo.
Esto me ocurrió con Una historia del Bronx, una película que no deja de ser normalita pero que tiene a un Chazz Palminteri en el papel de gángster que salva al film entero (y eso que Robert De Niro también actuaba, pero aquí hacía de padre honrado y ese papel no le luce tanto; por cierto, él fue el director de la película). Una de las escenas con la que más disfruto es cuando va a dejarle a su protegido el Cadillac rojo para que salga con su novia. El fulano se pasa cuatro o cinco calles conduciendo marcha atrás en pleno Bronx sin que nadie osara ponerle mala cara ni tocarle el claxon. Lo hizo con tranquilidad, hablando con el joven protagonista y dándole unos consejos sobre cómo debía comportarse. En aquellos segundos demostraba al barrio entero quién era: el amo, el jefe, y eso sin necesidad de poner el coche a 150 o de sacar la metralleta. Es más, su actitud demostraba que no era la primera vez que lo hacía ni tampoco la última. Narrada no parece gran cosa, pero cuando la veas fíjate en lo que te digo.
No obstante hay otro tipo de escenas incluso superiores a ésta, aunque no la encontrarás en Una historia del Bronx. Son fragmentos que, bien por casualidad o por la intención del guionista o director, consiguen resumir en unos pocos minutos o incluso segundos algún tema importante: un compendio de lucidez sumamente didáctica. Lo vi en Los santos inocentes, película dirigida por Mario Camus y basada en la novela homónima de Miguel Delibes. Ya sabes de qué va, de la triste España rural del franquismo, década de los 60, aquella en la que el poder aún tenía derecho de pernada constante sobre los cuerpos y almas de los derrotados. Hay muchas escenas impactantes en esa película, la mayoría protagonizada por Azarías –magnífico Paco Rabal- como aquella en la que se orinaba en las manos para que entraran en calor, o la terrible venganza que ejecuta contra el señorito por haber matado a su Milana Bonita. Es tan buena la película que deberían proyectarla en todos los institutos de España, y no sólo para que los adolescentes vieran las miserias de nuestro pasado reciente. De hecho, la película también debería figurar en los programas de más de una escuela de negocios, de esas que cobran una pasta para darte el máster del universo de turno y enseñarte a ser un líder.
En estos tiempos edulcorados en los que vemos por televisión cómo tenemos que ignorar lo malo y premiar lo bueno, no nos viene mal que, de vez en cuando, veamos un mal ejemplo para que alguien lo señale y nos diga: “Así no”.
Pues eso ocurre en Los santos inocentes cuando el señorito –Juan Diego- discute con el cónsul o embajador francés tras la comida, después de haber compartido una mañana de caza en la finca. A la hora del café, el galo se atrevió a decirle a su anfitrión que la clase gobernante española hacía mal en descuidar la educación del pueblo. El señorito se indignó. ¿Cómo osaba aquel gabacho cuestionar el método español, criticar al spanish team? El señorito no se arrugó, llamó en seguida a su fiel Paco –Alfredo Landa- y le dio un trozo de papel y un lápiz. “Paco, escribe tu nombre”. La cara de Alfredo Landa era la de aquella España: ignorante, anonadada, incómoda, sin saber qué se pretendía muy bien de él. Ante la insistencia maleducada del señorito, y después de mirar a la gentucilla bien allí reunida, Paco cogió el lápiz o el bolígrafo, y después del minuto más complicado de su existencia logró garabatear cuatro letras que más o menos venían a poner su nombre. El señorito se lanzó como un águila sobre el cacho de papel y con una soberbia sin límites, con una sensación de victoria incontestable, se lo restregó al francés diciéndole algo así como: “¿Lo ves?, ¿lo ves?, aquí nos preocupamos por la educación de esta gente”. El francés miró atónito al señorito, debió pensar que si no le estaba tomando el pelo la cosa era mucho peor de lo que pintaba.
No estaría de más que en esas costosas clases en las que te enseñan a ser un buen líder, invirtieran un par de horas en Los santos inocentes. Así verían que un líder no debe humillar a sus subordinados, ni descuidar su preparación, ni su bienestar, ni hablarle con rodeos ni, en definitiva, ser un hijo de puta redomado con ellos. Y por encima de todo, cuando se falla, un líder no debe mirar antes a sus trabajadores sino a sí mismo, ver primero la viga en el ojo propio y luego pasar al ajeno.
Muchas veces hacer lo contrario del mal ejemplo es acertar de pleno.