sábado, 9 de enero de 2010

22. Alabaré
   
Cuando fui niño e iba al colegio tuve una profesora de religión que nos hacía ponernos de pie para rezar el padrenuestro. Era una escuela pública, pero aun así la beata maestra nos obligaba a enderezarnos al inicio de sus clases y dirigir nuestras loas a su dios. Era, además, nuestra profesora de ciencias –juraría que también tuvimos que rezar en aquellas ocasiones- y recuerdo que los dos o tres temas sobre la evolución que venían en el libro nos los saltábamos. No ocurrió en Kansas sino en Tomares, años 80; defendía que el hombre no podía venir del mono y que dios había creado el mundo en 7 días. El Papa Wojtyla era su ídolo, creía en los milagros y aseguraba que quien se masturbaba caía en pecado mortal, y que si moríamos así, sin confesarnos y arrepentirnos, nos íbamos derechitos para abajo. A todo esto, era del Opus.
No le guardo rencor a la señorita Ana Teresa, siempre me trató bien y yo fui un alumno aplicado aunque algo mentiroso: como subía nota si ibas los domingos a misa, al pedir en clase que levantara la mano quien lo hiciera, yo la alzaba sin rubor alguno. Ella no vivía en el pueblo sino en Sevilla, así que no podía saberlo, además, en una ocasión que vino expresamente a la iglesia de Tomares porque venía un obispo, me encargué de rondar por la puerta de la iglesia hasta que me vio, la saludé, me devolvió el saludo, seguí rondando, se metieron en la iglesia y yo regresé a mi calle para jugar un rato.
Me he acordado de todo esto porque el jueves, mientras trataba de arreglar un enchufe que casi me cuesta un disgusto, oí un cantecito por la ventana de casa. Venía de una iglesia cercana, evangelista o similar, llovía y hacía frío, debían ser las 6 de la tarde y anochecía deprisa. Ya los había escuchado previamente pero lo de anteayer no era un cántico de alabanza a ningún dios, o no me lo pareció, ya que la letra no me llegaba tan nítidamente. Pero sí el tono, la música, la melancolía. Era una canción triste, un pellizco, un quejido por la ausencia de un amor. La voz era de un tipo joven, buena; debía haber aprovechado que la misa aún no había empezado –oí el murmullo de fuera, de gente esperando para entrar a un lugar- para coger la guitarra y marcarse aquel cante que entonó la tarde, le dio un toque especial, la embelleció. Y entonces pensé en los coros gospel de algunas iglesias americanas, en donde una docena de potentes voces animan a los fieles con sus cantos; voces negras, fuertes, vitales, que elevan el espíritu de sus creyentes. Yo no lo soy, pero sí que iría a una misa con coro gospel sólo para disfrutar del espectáculo, igual que ayer, que paré el destornillador y las descargas eléctricas para escuchar el cantecito, como también pararon de hablar los murmulladores que esperaban para entrar en la iglesia evangelista.
No es mercadotecnia religiosa sino puro sentido común: una confesión como la católica debería aprender de ciertos protestantes. Sería magnífico para ellos que los curas pudieran casarse, que las mujeres accedieran al sacerdocio y que dejaran de reprender a los feligreses. Los curas católicos se han convertido en patéticos asustaviejas que amenazan por lo que has hecho, lo que haces y lo que puedas hacer, lo tengas decidido o sólo barruntado, sólo con pensarlo ya pecas, ya mereces el castigo. ¡Menuda gilipollez!, si nos condenaran por nuestros pensamientos no se salvaba aquí ni dios, nunca mejor dicho. Y no me lo cuenta ningún periódico ni la tele: aprovecho las bodas, bautizos y comuniones para tragarme unos minutillos de homilías y ver cómo respira el clero de a pie. No es que yo vaya a ir a misa si tomaran la senda del sentido común, ni tampoco es que me vaya convertir a la fe católica apostólica romana –yo soy de Thor, hijo de Odín, versión Marvel-, pero al menos no me preocuparía tanto por la salud síquica de los seres queridos que aún van a misa, y de paso, le quitarían un poco de clientela a los evangelistas de abajo, que no me dejan dormir la siesta con tanto alabaré versión Los Chunguitos.