domingo, 3 de octubre de 2010

60. Un cuento actualizado

Querido hijo inexistente:
Ya ves lo que te queda con un padre como yo que te escribe una historia incluso antes de concebirte; no será lo único que debas aguantarme, pero como la vida es tan ajena a los planes personales, lo mismo ni llegas a ver la luz y te libras de mí. Verás, a tu padre le encantan los cuentos; desde pequeñito me gustaba escucharlos, ver sus dibujos, leerlos, y sobre todo ampliar sus historias a través de mi imaginación. No me bastaba con la narración en sí: los buenos y los malos, las princesas y los dragones seguían apareciendo en mis ensoñaciones, mezclándose y viviendo aventuras que me aportaban muchas más horas de entretenimiento. Luego, un poco más tarde, comencé a escribir algunas de esas historias que pululaban, pululan y espero que pululen por mi cabeza hasta que me muera. Hoy te voy a contar uno de esos cuentos, uno familiar, uno que nos contaban mis padres a tu tía Lara y a mí. El cuento es sencillo, básico, puede contarse todos los días y hacer hincapié en uno u otro capítulo según el ánimo del narrador o del escuchador. El cuento empieza así:
“Érase una vez unos niños que estudiaban mucho en el cole y que obedecían a sus mayores -más o menos- en todo lo que les pedían. Sus padres eran buenos y trabajadores: siempre que los niños se levantaban veían a su madre haciendo el desayuno en la cocina y a su padre terminándose de afeitar. Cafés, colacaos, no me gusta la leche yo prefiero el zumo, besos, y al curro. Por las tardes iban a inglés y estudiaban más en casa, jugaban algo en la calle o se metían en el cuarto a escuchar música, pero seguían formándose. Los niños no hacían esto por placer, sino para ganarse su futuro. Uno con carrera universitaria, cobrando acorde a la formación y al esfuerzo de años bajo los flexos con bombillas azules y el dolor de cervicales. Un futuro al que iban a llegar preparados para competir justamente, un futuro en el que desarrollarse como personas y profesionales. Y el futuro, aunque con algo de retraso, terminaba por llegar. Y los duros años de esfuerzo y formación fueron recompensados con magníficas ocupaciones, buenos sueldos y carreras profesionales satisfactorias.” Hasta aquí llega el cuento original, pero, querido niño, tu padre se ha encargado de escribirte la segunda parte. Ahí va:
“Sin embargo, algo se torció en el reino de los niños obedientes y trabajadores. A pesar de que siguieron estudiando y trabajando, a pesar de acumular experiencia y conocimientos, y del apoyo de sus padres, el futuro se demoraba sin explicaciones aparentes. Terminaron la carrera y no hallaron trabajo de lo suyo, así que mientras esperaban, cogieron otras ocupaciones peor pagadas y menos especializadas; todavía eran felices porque el verano estaba apunto de llegar: sólo eran dos días malos. Pero llegó el tercero, luego el cuarto y después el quinto, y el frío arreció y comenzaron a olvidarse de las vacaciones, las piscinas de aguas frías y del sol de julio y agosto. Aun así, no perdieron la sonrisa porque todavía quedaba por llegar el sol del membrillo, el veranillo de san Miguel o de san Martín; no obstante siguió lloviendo, continuó ululando el viento y después comenzó a nevar. El invierno fue duro y largo, aquel fue el primer verano perdido, y comenzaron a salir las primeras cicatrices en los labios de unos niños que ya no lo eran. Y al primer verano inexistente le sucedió el segundo, y ya aquello no era normal, porque no sólo no mejoró la situación sino que empeoró. Los trabajos escasearon, las dificultades se incrementaron, el currículo pesaba y los jefes mediocres te ponían mala cara. Pero nuestros aguerridos protagonistas siguieron formándose y estudiando su máster del universo y su postgrado anglobrillante. No sirvieron para nada: los veranos olvidados se sucedieron vertiginosamente. Sólo los enchufados se llevaban las migajas, cada vez más escasas y hueras. Y la amargura y desilusión se instalaron en nuestros amigos. El asco y el desprecio afloraron por un reino de mediocres, donde el tuerto no era el rey de los ciegos sino el majara de turno al que había que apedrear por contar que la vida tenía color cuando era absolutamente negra. Y poco a poco, los desolados se convirtieron en una minoría no tan silenciosa como a los gerifaltes les hubiese gustado. Y hubo dos facciones: la que se marchó del reino para buscar el verano y ser feliz en países lejanos pero decentes, y la de los que se pudrieron esperando al sol que ningún rey o reina iban a traer en su puta vida”.
Y este es el cuento, querido niño o niña, pero no les digas a tus abuelos que yo te lo conté, porque se creen que me pasó a mí y se ponen un poco tristes.