viernes, 15 de enero de 2010

23. Mimosín

Últimamente estoy llegando a más conclusiones sobre mis congéneres que de costumbre; será la madurez o tal vez que desayuno mejor y por fin he dejado de mezclar el nesquik con la cocacola a primera hora de la mañana.
El detonante fue un acontecimiento anodino, ocurrido a mitad de semana, que me confirmó una reflexión que llevaba meses desarrollando y poniendo a prueba. Nació como una vaga percepción durante mi infancia, pero en los últimos días ha crecido hasta ingresar en el club de mis propias ideas, estantería “no nocivas y para pasar el rato”.
Creo que fue el miércoles cuando una carta despertó la sensibilidad de ciertas personas que estaban a mi lado. Una trabajadora se despedía de una manera emotiva: no se iba a ninguna otra ciudad o puerto, ni siquiera cambiaba de trabajo, pero las relaciones entre mi empresa y la suya se acababan. Ya no más correos, llamadas de teléfono o similares, la cosa terminaba, game over, como en las maquinitas de los recreativos. El hecho, repito, era un poco anodino. La relación entre la escribana y las personas de quienes se despedía no eran ni siquiera cordiales, al menos con la mayoría, pues un servidor escuchó en el pasado declaraciones poco halagadoras para algunas sensibleras destinatarias. No se trataba tampoco de un gesto hipócrita, o no sólo eso, era como si se despidiera de ti en un tono demasiado afectuoso el vendedor ambulante de piensos para canarios y peces. Sorprendente por lo superficial del asunto, no le hubiera prestado más atención si no conociera a la escribana. Pero como la conozco, lo primero que pensé fue: “Vaya necesidad de cariño tiene la pobre”. Y lo segundo: “Curioso. Con gente lejana y cuasi desconocida utiliza el lirismo y el buenrollismo (una nueva corriente de actitud) para decir adiós, y con los más cercanos –lo fui- una llorosa y vergonzante despedida”. Jugaba con ventaja, claro, y consiguió su minutito de gloria: las llamadas sensibleras de “oye nena cómo escribes, me han entrado ganas de llorar y a ver si quedamos”, y los correspondientes mensajes del poeta de turno imitando el tono lírico de la despedida. Bien, ahí quedó, tres horas después era una anécdota, pero supongo que aquel día se fue contenta a casa.
Lo que me confirmó el hecho de marras fue que cuanto peor cree uno haberse portado, cuanto peor huele su propia alma, mayor necesidad tiene de redención. Y no hay expiación más al uso que echar unas lagrimitas y luego dar unos abrazos, como Mimosín, sobre todo a las personas que has atacado. Una de cal y 20 de arena, una mutilación y luego una tirita; en definitiva, la técnica de los mierdas muy mierdas que se saben mierdas: doy mil veces para luego venir un día con la foto de mi hijo y enseñarla, poner cara y voz de bobo o boba y mostrar mi lado más humano y vulnerable. Soy cabrón pero quiéreme, porque en el fondo eso es lo que me pasa, ando tan escaso de amor propio que voy pidiendo abrazos por doquier, cual Mimosín, lo que no me impide ser un hijo de puta redomado el 66% de mi tiempo vital (el otro 33% lo paso durmiendo, no te hagas ilusiones). Salvando las distancias es como ver a Pinochet comulgando. O a Munilla, el nuevo obispo de San Sebastián.
Pero ése no ha sido mi gran descubrimiento, mi gran aportación a la humanidad vino luego. Siempre desconfié del osito pomposo desde mi más tierna infancia, supongo que porque cuando lo empecé a ver ya debía tener unos 8 años y abrazar a un osito me parecía algo de niñas o de bebés, no de un tipo que se entretenía con los muñecos de El retorno del Jedi (todavía recuerdo la tarde que me llevaron mis padres al cine para verla). Ahora, más de 20 años después, sé por qué hice bien: porque ese pequeño cabrón esponjoso con olor a suavizante… ¡daba verdaderos abrazos de oso! ¿No es alucinante? Todos veían en la tele un gesto cariñoso, tierno, bonachón y en realidad nos estaban colando en el cerebro un mensaje subliminal. Por eso hay tanto personaje hoy día ofreciendo cariño a la persona equivocada. Otro día te contaré por qué odio al corderito de Norit; se la tengo jurada, al muy hijo de puta.