El espíritu de los tiempos
Acababa
de despertarse, pero Noel pilló enseguida que aquello era juego sucio. Para
empezar: ¿qué hacían esos tres en su dormitorio? ¿Y a qué venía la palada de
carbón negro justo a los pies de la cama?
-¿Qué coño queréis?
Noel
se sentó en el colchón y se puso sus pequeñas gafas para la vista cansada. Al
menos, la señora Noel había madrugado y no presenciaba la humillación.
-Feliz
Navidad –dijo Melchor ante las risas de Gaspar y Baltasar.
-No
le encuentro la gracia –se quejó Noel mientras sopesaba levantarse-. Además,
aún estamos a 24 de diciembre; todavía faltan unas horas.
-El
goldo se nos pone tieso –dijo
Baltasar, imitando el acento cubano.
Melchor
y Gaspar se carcajearon. Estaban algo más que achispados: sobre todo Gaspar,
que parecía a punto de vomitar sobre sus babuchas doradas.
Noel se animó a bajar de la cama por uno de
los laterales libre de carbón, pero Melchor lo disuadió moviendo el dedo índice
derecho.
-Aún
no, hermano.
La
sonrisa de Melchor le dio escalofríos. Era el peor de los tres a pesar de la
mala reputación de Baltasar, un tipo pendenciero y grosero, amigo del tumulto y
la fechoría.
-¿Qué
queréis? –repitió-. Tengo mucho que hacer, en unas horas parto con Rudolph para
llevar los regalos a los niños del mundo.
-De
eso queríamos platicar ahorita –intervino de nuevo Baltasar, imitando en esta
ocasión a un mexicano. A uno negro, claro.
-¡Ja!
No pienso hablar con tres mendigos de Oriente sobre mi trabajo.
-Eso
ha sonado un poquito racista, Noel –dijo Melchor-. No casa en absoluto con el
espíritu de los tiempos.
-A
mí me ha sonado antisemita –añadió Baltasar-. ¿Eres antisemita, Noel?
-¡No,
por Dios!
-¿Supremacista
blanco, quizás? ¿Crees que los negros somos unos mendigos?
Esta
vez el acento de Baltasar había sonado como el de un segurata de discoteca de
nacionalidad indefinida e intencionalidad clarita como el agua.
-¡Claro
que no! ¡Para mí todos los hombres son iguales! –respondió, un poco acojonado, Noel.
-Esa
es la base del problema, gordo, que crees que todos los niños son iguales –dijo
Baltasar.
-Y
no lo son –remató Melchor.
-No,
no lo son –intervino Gaspar, apoyado en la cómoda de la habitación de Noel.
Fue
el único que no había querido viajar hasta Laponia, y no solo por el frío. A
Gaspar le molaba procrastinar, dejar que los problemas se resolvieran solos, o
que no lo hicieran, eso le daba lo mismo. Pero el corporativismo y su cobardía
lo habían empujado hasta aquella habitación.
-¡Ah!,
¿no? –preguntó Noel. Estaba flipando. Y hambriento. En vez de estar desayunando
sus huevos con panceta y su avena con leche estaba rodeado de tres tipos que
apestaban a ginebra, marihuana y aguardiente. ¿De dónde habían sacado lo del oro,
el incienso y la mirra? Noel dudaba de que a estas alturas de la civilización
humana uno pudiera fiarse de algo.
-No.
Para empezar están las fronteras. No es lo mismo Holanda que Alemania. Ni el
norte que el sur –puntualizó Baltasar, que había adoptado la profundidad de un
tertuliano televisivo.
-Lo
que mi querido amigo Baltasar trata de explicarte, Santa…
-¡No
me llames así!
Melchor
sonrió. Aquello le divertía.
-Hablamos
de mercados, Noel, simple y llanamente. Y nos estás quitando los nuestros.
-¡De
eso nada! –bramó.
-Sí,
y lo sabes. Nos creímos durante un tiempo la compatibilidad y todo ese
buenrollismo escandinavo que te gastas, pero el caso es que nuestras
tradiciones no han subido para el norte y las tuyas han bajado hasta el sur. No
queríamos guerra, pero las noticias de España nos han obligado a tomar
decisiones.
-¿España?
-El
Gobierno ha modificado el calendario escolar. A partir del día dos de enero
vuelven las clases. El día seis es todavía festivo, pero en cinco años dejará
de serlo. ¿Qué te parece? Yo diría que intentan borrarnos del mapa, Santa, pero
a lo mejor solo soy un neurótico muy susceptible –dijo Melchor.
-¡Os
juro que no he tenido nada que ver!
-Lo
sabemos, pero eso no cambia la cosa.
-En
absoluto –atajó Baltasar.
Gaspar
no respondió nada. Se había dormido reclinado sobre la cómoda sin hacer ningún
ruido.
-Chicos,
seguro que podemos arreglarlo.
-Claro,
Noel: ponte malo, quédate hoy en casa y deja que nos encarguemos de todos los
niños el seis de enero. Así tendrán claro que aún somos necesarios en el siglo
XXI.
-No,
no, eso no puede ser. Si me permitís –dijo Noel al tiempo que abandonaba la
cama- voy a levantarme, a asearme…
Pero
a Papá Noel no le dio tiempo a detallar su agenda, porque Melchor sacó un
caramelo duro y pequeño que lanzó con todas sus fuerzas y puntería al entrecejo
del lapón.
¡Clock!
Noel
cayó de bruces al suelo.
Melchor
y Baltasar actuaron rápido. Recogieron el carbón y metieron en el mismo saco al
noqueado Noel, despertaron a Gaspar, y Melchor se introdujo en la cama.
Baltasar, a punto de salir, se le quedó mirando.
-Sabes
que no das el pego, ¿verdad? Él está mucho más gordo.
Melchor
sonrió.
-No
voy a encamarme con la señora Noel, solo a taparme hasta al cuello y dejar que
la Navidad pase sin regalos. El veintiséis regresáis a por mí y dejamos que Santa
se coma el marrón.
Sí,
era un buen plan, solo que él tenía uno mejor. El día veintiséis recibiría a
Baltasar, Noel y Gaspar con artillería pesada. El mundo había cambiado: Santa
había ganado, era un hecho. Pero también que el gordo y él se parecían mucho.
Si alguien tenía que desaparecer, que fuera Noel. Y los otros. Ya estaba harto
de Baltasar y de su defensa de las minorías. De Gaspar y de su letal
combinación de antidepresivos y alcohol. Que se fueran todos a la mierda. Arderían
bajo el fuego amigo. Él era Melchor, mago de Oriente. Solo iba a cambiar un
camello por unos cuantos renos.
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