Se
iban a enterar. ¡Negar el cambio climático! ¿Cambio? ¿Qué cambio? ¡Emergencia,
era una puta emergencia climática! ¡Si hasta salía en la tele! Cualquiera con
medio cerebro sabía que se estaban cargando el planeta. Inundaciones, sequías,
capa de ozono… ahora nadie hablaba de ella, pero Juantxo recordaba el tiempo en
que los telediarios abrían el informativo del mediodía con aquellos inmensos
agujeros en la bóveda celeste. Por allí se filtraban los rayos uva que mataban
a las plantas y al continente africano. ¿Y de quién había sido la culpa? Del
hombre blanco y heterosexual, por supuesto. El mismo Juantxo sería cómplice si
no fuera porque él era diferente, moralmente superior.
Claro
que probablemente ya era tarde para actuar, pensaba Juantxo, y aquella
reflexión surgida casi de improviso a punto estuvo de hacerlo desistir. En
realidad llevaba quince minutos deseando bajarse de la rama a la que se había
encaramado para cortarla. No estaba acostumbrado al trabajo (en general)
físico. El sudor se le metía por los ojos y tenía las manos y las muñecas
hinchadas. Ser obrero era una puta mierda, para qué engañarse, por mucha conciencia
de clase que a uno se le despertara. Con aquellos pocos minutos de experiencia
física atroz cumplía para toda la vida. Si uno no se daba cuenta de eso desde
el primer minuto es que eras gilipollas. Aquello te lo podía decir cualquier
liberado sindical. El trabajo manual embrutecía.
Juantxo
inspiró profundamente y siguió descansando un poco más, recostado sobre la rama
que pretendía medio cercenar. Tenía que recuperarse. Mañana pasaría por allí debajo
la comitiva del ayuntamiento para inaugurar la nueva fuente del parque. ¡Qué atroz
despilfarro de agua! Su plan, lo sabía, era desesperado, tremebundo, pero nadie
llamaría a su puerta para decirle que él no hizo nada para salvar al planeta. Sí,
era una pequeña acción, ¿pero qué decía al respecto el efecto mariposa? Pues
eso, que una mariposa bate sus alas en Pekín y llega un tsunami a Tokio. O algo
parecido. Además, ¡se trataba de la intención, no del conocimiento!
Y
lo que pretendía Juantxo era propiciar la caída de aquella rama en el momento
oportuno. La dejaría casi segada, ataría una tanza de pescar en el extremo y, a
la mañana siguiente, cuando pasaran los políticos camino de la fuente, tiraría
del hilo de pescar. Quizás no se rompería la rama, pero se quebraría lo
suficiente para dar un susto grande. Y ahí, en ese preciso instante, saldría él
de entre las sombras para acusar al alcalde y a los concejales de contribuir al
calentamiento climático (¿o era global?). La rama, argüiría, se quebró por la
contaminación insoportable a la que el equipo municipal sometía al pueblo. Y
antes de marcharse, gritaría un “¡sois unos hijos de puta!”, que le daría
pátina de macho y de revolucionario sensible a la vez. Además, gracias a los
teléfonos móviles, estaba seguro de que se haría famosillo por las redes
sociales y lograría la admiración del mundo, aunque en el pueblo le cayera
alguna hostia.
De
paso, seguro que se hacía un hueco en aquel movimiento transversal y global que
era el ecologismo. Con un poco de suerte hasta ganaba algo de pasta y se echaba
novia. Pero había que seguir, y Juantxo le echó un par de huevos adicionales y emprendió
de nuevo la semipoda de la rama con aquella sierra en forma de cuchillo que se
había comprado en el Leroy Merlin.
Sudaba
como un cerdo, a pesar de la tarde fresca de noviembre, sin embargo, él era un
hombre de acción, nadie le apartaría de su camino. ¡Nadie! Si hacía falta pararía
con sus propias manos la contaminación del mundo, serviría de ejemplo a los
demás. Él mismo sería, al fin y al cabo, la tumba del fascismo contaminador.
Y
si, después de todo, su acción llegaba tarde y no servía de mucho, ¡pues que se
jodiera la puta humanidad! Que se exterminara de la faz de la tierra si así lo
dictaba la Pachamama. ¿Había algo más sublime que azotar a los condenados a
galeras mientras la embarcación se hundía?
“¡Os
lo dije, os lo dije! ¡Si solo me hubierais hecho caso una puta vez! ¡Una vez, al
menos, una jodida y puta vez!”
Juantxo
estaba mascullando. A veces le pasaba; su imaginación era tan vívida que se
ponía a parlotear las frases que migraban por su cabeza. En fin, se dijo, y
antes de que pudiera seguir con su plan sintió un terrible crujido.
Crack.
Miguel
Urbano escuchó un golpe espantoso, y eso que llevaba los auriculares puestos
mientras corría por el parque. La alcaldía le estaba dando más disgustos de los
esperados, y salir a correr había sido su única vía de escape. Además, al día
siguiente inauguraría la nueva fuente y quería asegurarse de que todo estuviera
preparado y que los vándalos se hubieran mantenido al margen.
Miró
en derredor y vio a un mozarrón tendido de bruces en el suelo sobre lo que
parecía la rama de un árbol. ¿Qué coño hacía aquel tarado subido allí arriba? Ya
nada, desde luego, pues se había metido una buena hostia. Y no tenía pinta de
columbicultor, al menos Miguel no veía palomas ni escaleras por ningún lado. Se
acercó con precaución. De buenas ganas habría seguido corriendo,
desentendiéndose del tema, pero ahora era el alcalde y tenía que dar ejemplo.
-¿Está
usted bien?
Juantxo
levantó el rostro del suelo y vio al fascista del alcalde. No recordaba bien
por qué estaba tendido en vez de permanecer de pie. Pero la rama había caído,
de eso estaba seguro. Entornó un poco los ojos y solo acertó a decir:
-¡Sois
unos hijos de puta!