Motoretta
Cuando
la vi en el salón de mi casa tenía ya una edad más propia para soñar con
Vespinos que con bicicletas, pero allí estaba. Roja, con letras blancas y
sillín negro y alargado. Robusta, sus ruedas nuevas y brillantes aún olían a
goma. Allí de pie, sobre su pata de cabra, mi GAC Motoretta parecía la mejor
bicicleta del mundo.
Y
solo era mía.
De
eso se encargó mamá.
-Hasta
que no te cicatrice la herida no podrás montarla –me advirtió.
“Que
me la deje a mí”, imploró Jaime, ya por entonces el más intrépido y egoísta de
los hermanos. Si no adorara tanto el recuerdo de mamá, hasta podría decir que
ya era un buen hijo de puta.
Mi
viejo estuvo a punto de asentir.
-La
bicicleta es de Pablo y la estrenará él –zanjó Mercedes Limón, defendiendo el
derecho de su primogénito.
No
sé si fui el favorito de mamá, como me asegura Laura, mi hermana. A mí entender
fue buena y justa con los tres, solo que en aquel momento de fragilidad, aún
convaleciente por la operación y a punto de que se me rompiera el sueño de ser
el dueño en exclusiva de la bicicleta, sí que me sentí su ojito derecho.
Me
había costado cara, desde luego, concretamente un ataque agudo de apendicitis
que derivó en peritonitis y que por poco me envía al “cortijo de los calladitos”,
como contaba mi viejo.
Mi
familia era bastante humilde. Papá tenía una librería atestada de libros y
deudas, con pocos aunque fieles clientes. Mamá limpiaba algunas casas, aunque
teniendo en cuenta que llevaba su propio hogar y que cuidaba de tres hijos y un
marido, no ganaba mucho. Claro que como ella decía:
-Vuestro
padre gana el pan de esta casa y yo aporto lo de dentro.
Mamá
era buena, pero no hacía milagros, así que la bicicleta estaba descartada del
catálogo de regalos. Pero como la apendicitis estuvo a punto de aguarnos la fiesta,
mamá sacó dinero de su cartilla para comprar en el local de Sebastián una bici
de segunda mano.
Tuve
la recuperación propia de un torero. Vale que contara con trece años y que a
esa edad las heridas sanen rápido, pero a los dos días ya estaba pedaleando por
el barrio. Jaime se chivó, por supuesto, aún exprimía la posibilidad de, al
menos, compartir la bici. Sin embargo, mis viejos estaban tan contentos de
verme sano y feliz que ignoraron al pequeño soplón. Y, por supuesto, la actitud
de mis padres me dio libertad para negarle la Motoretta a mi hermano pequeño. Para
siempre.
Me
vino bien. Con la disposición absoluta de la bici, comencé a juntarme más con
Diego y Javier, a la postre, mis mejores amigos durante la adolescencia. Los
dos montaban sendas BMX, más modernas, rápidas y estilizadas que la mía, pero
cuando se trataba de largas distancias –y pronto salimos del barrio para
recorrer cientos de kilómetros por arrabales y descampados-, mi Motoretta y mis
piernas ganaban la partida. No tardaron ni una semana mis compinches en
reconocer la valía de mi bicicleta. A la segunda, ya estaban intentando
convencerme de que se la dejara un rato a cambio de las suyas.
No
acepté.
Que
yo sepa, y desde que fuera mía, en aquella bici solo se montaron cuatro
personas: mi hermana Laura –se la dejé un par de veces, aunque se quejaba de
que era demasiado pesada y grande-; Jaime –en una sola ocasión y después de que
mamá me lo pidiera-; Inés –una compañera del cole que me gustaba- y yo mismo.
Ningún regalo en mi vida, ni siquiera de adulto, igualó nunca a la Motoretta.
La
exprimí a tope. Me encantaba ver las manchas en los guardabarros después de las
gloriosas tardes de aventuras con Diego y Javier. Me gustaba limpiarla, llenar
con el hinchador sus ruedas, comprar parches para los pinchazos y ponerle en
los radios de la rueda trozos de goma de colores diversos. A Sebastián, el
dueño de la tienda donde mis padres la compraron, debió de gustarle mi actitud,
pues después de preguntarme cómo me iba con la bici, empezó a darme buenos
consejos para su mantenimiento.
No
recuerdo el día en concreto en que me monté por última vez, pero debía andar
por los diecisiete años. Diego y Javier ya hacía tiempo que tenían moto y ya no
íbamos juntos, pero yo aún salía a dar una vuelta con mi vieja Motoretta. Me
quedaba pequeña, aunque tampoco era muy alto y no desentonaba demasiado. Eso
sí, cuando me llamaron a filas para hacer la mili, la guardé en la librería de
mi viejo para que Jaime no la cogiera. A mi hermano pequeño nunca le gustaron
los libros.
A los cinco meses, en Cerro Muriano,
provincia de Córdoba, el sargento me comunicó que me fuera a casa, que mi madre
estaba enferma. No llegué a tiempo. En realidad ninguno de la familia lo hizo:
mamá estaba sola cuando murió de un infarto en la cocina.
No recuerdo muchos detalles después de
eso, salvo el paso lento y lamentable de los días, la tristeza y el abatimiento.
Acabé como pude el servicio militar, volví a la librería de papá para ayudarle y
no volví a ver la bicicleta. Supuse que Jaime la había cogido y la había
vendido o tirado por ahí. Él tampoco tenía ya edad para montar en la vieja Motoretta.
No duré mucho con papá, pronto me
marché de la ciudad a vivir mi vida.
Hasta hace unas semanas. Mi viejo
también murió, y entre Laura y yo (Jaime solo vino al entierro) vaciamos la
librería. Fue ella quien la descubrió. La vieja Motoretta aguardaba sepultada
tras columnas de libros. Mi padre debió dejarlos allí, olvidados, el día en que
murió mamá.
Ahora la tengo en el salón de mi
apartamento. Julia me pregunta qué pienso hacer con ella.
No
sé, quizás un día la saque a dar una vuelta.
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