16. El seleccionador (y II)
Las clases comenzaron en el Centro de Cocineros Trastornados al día siguiente de la charla, cuando el lince nos aleccionó sobre la inconveniencia de fumar porros, robar chipirones o utilizar la espalda del compañero para introducir los cuchillos. Tras esto se ajustó su pantalón de pinza, ensayó un gesto de satisfacción y salió orgulloso de clase. Miré a mi derecha y vi los rostros de los orangutanes: apenas podían contener ni la risa ni su mierda.
No hubo sorpresas: llegaron las clases de higiene y alimentación y aquellos tarados comenzaron a interrumpir al anonadado profesor. Siguieron las clases de informática y las aprovecharon para jugar entre ellos a un juego de ordenador (Halo, creo recordar). Comenzamos las clases de panadería y uno tuvo la feliz idea de ocultar huevos en la masa con la que trabajábamos, para que otro compañero, un simio menor, le diera un puñetazo a la falsa bola de masa y se pusiera de huevo hasta la coronilla. Aquello tuvo gracia, debo reconocerlo.
Al principio traté de tomármelo con indiferencia, pero luego pensé que era víctima de un reality show, y que yo era el único pardillo que creía que el Centro de Cocineros Trastornados existía, que mis compañeros eran magníficos actores, que todo era un montaje, una venganza de la telebasura que se burlaba de mí y que media España vería luego el espectáculo en la televisión para mi propia vergüenza y escarnio. Estuve a punto de creerlo así cuando en una clase de teoría, la profesora que nos aleccionaba, una tipa insegura disfrazada con hábito de mala leche, orgullosa de ser cocinera y tener una carrera universitaria a la vez (por fortuna nunca llegué a saber cuál era), dijo en la misma clase y en un intervalo de 15 minutos disparates como: “Los judíos que viajaban con Colón fundaron Nueva York y establecieron allí muchas joyerías (no me preguntes como llegó a esa conclusión, prefiero no imaginármelo)” o “Yo no sé por qué hablan en el libro de la intoxicación por Escherichia coli (una bacteria presente en los intestinos) cuando no creo que nadie se intoxique así (no, hombre, no, se la han inventado las fábricas de jabones y geles para que después de cagar y limpiarte te laves las manos para tenerlas más suaves)”. Ya digo, estaba casi convencido de que me la habían colado, de que unos guionistas hijos de puta se estaban partiendo el alma a base de carcajada limpia viendo la jeta que se me quedaba. Pero no, hubo un hecho irrebatible, irrefutable, irremediable; aquello era real como las hipotecas y las almorranas, sólo había que darle tiempo. Ni el mejor equipo de guionistas y actores del mundo pueden llegar a imitar tal grado de imbecilidad.
Ocurrió que en aquel Centro de Cocineros Trastornados dieron unos cursos de catas de vino para gente guapa y desocupada. O a lo mejor era un curso sobre cómo abrir una lata de cocacola sin cortarse, que para el caso es lo mismo. Coincidimos en el patio del centro, en los 10 o 15 minutos que nos daban a los aprendices para el recreo, con hombres encorbatados y mujeres elegantísimas: jerarquía funcionarial, morralla política y chusma bien vestida. Nosotros, en cambio, íbamos con el traje de faena con algún que otro lamparón, pero no desentonábamos; ni ellos tampoco. Hasta que uno de los orangutanes, un niño de papá pasado de rayas, vestido de cocinero y extravertido como él solo, entabló conversación con un par de tipos bien vestidos y de mediana edad. No sé si lo hizo queriendo, pero creo que fue una ida más de olla: en plena conversación, el fulano se sacó un porro del bolsillo del pantalón y comenzó a fumárselo para pasmo de sus interlocutores, compañeros e invitados de alrededor.
Al día siguiente todos tuvimos la certeza de que lo echaban. A la media hora, el seleccionador, aquel tipo con estudios responsable de elegir a lo más granado de la cocina valenciana, entró en clase y pidió la palabra. Con gesto contrito, se sentó en la mesa, dejó al descubierto sus calcetines y comenzó a echarnos la bulla. El tipo era la viva imagen del patetismo, pero aún faltaba lo mejor. Tras demorar lo inevitable, señaló al notas y le dijo: “Tú, tú ayer te fumaste un porro en el patio, delante de nuestro invitados (eso era lo que realmente le dolía, al mentecato)”. Y entonces aquel orangután miró muy serio al seleccionador, puso cara de cordero inocente y respondió indignado: “¿Quién, yo? ¿Quién, yo? En mi vida, yo lo que me fumé fue un cigarro”. Y aquel seleccionador, aquel prohombre que tres veces al año elegía a 15 personas para estudiar el curso, puso cara de cabreado, se bajó de la mesa, se subió los pantalones de pinza y dijo: “Está bien, que no se vuelva a repetir”. Y salió de clase.
Lo dicho, amamonado descomunal.
No hubo sorpresas: llegaron las clases de higiene y alimentación y aquellos tarados comenzaron a interrumpir al anonadado profesor. Siguieron las clases de informática y las aprovecharon para jugar entre ellos a un juego de ordenador (Halo, creo recordar). Comenzamos las clases de panadería y uno tuvo la feliz idea de ocultar huevos en la masa con la que trabajábamos, para que otro compañero, un simio menor, le diera un puñetazo a la falsa bola de masa y se pusiera de huevo hasta la coronilla. Aquello tuvo gracia, debo reconocerlo.
Al principio traté de tomármelo con indiferencia, pero luego pensé que era víctima de un reality show, y que yo era el único pardillo que creía que el Centro de Cocineros Trastornados existía, que mis compañeros eran magníficos actores, que todo era un montaje, una venganza de la telebasura que se burlaba de mí y que media España vería luego el espectáculo en la televisión para mi propia vergüenza y escarnio. Estuve a punto de creerlo así cuando en una clase de teoría, la profesora que nos aleccionaba, una tipa insegura disfrazada con hábito de mala leche, orgullosa de ser cocinera y tener una carrera universitaria a la vez (por fortuna nunca llegué a saber cuál era), dijo en la misma clase y en un intervalo de 15 minutos disparates como: “Los judíos que viajaban con Colón fundaron Nueva York y establecieron allí muchas joyerías (no me preguntes como llegó a esa conclusión, prefiero no imaginármelo)” o “Yo no sé por qué hablan en el libro de la intoxicación por Escherichia coli (una bacteria presente en los intestinos) cuando no creo que nadie se intoxique así (no, hombre, no, se la han inventado las fábricas de jabones y geles para que después de cagar y limpiarte te laves las manos para tenerlas más suaves)”. Ya digo, estaba casi convencido de que me la habían colado, de que unos guionistas hijos de puta se estaban partiendo el alma a base de carcajada limpia viendo la jeta que se me quedaba. Pero no, hubo un hecho irrebatible, irrefutable, irremediable; aquello era real como las hipotecas y las almorranas, sólo había que darle tiempo. Ni el mejor equipo de guionistas y actores del mundo pueden llegar a imitar tal grado de imbecilidad.
Ocurrió que en aquel Centro de Cocineros Trastornados dieron unos cursos de catas de vino para gente guapa y desocupada. O a lo mejor era un curso sobre cómo abrir una lata de cocacola sin cortarse, que para el caso es lo mismo. Coincidimos en el patio del centro, en los 10 o 15 minutos que nos daban a los aprendices para el recreo, con hombres encorbatados y mujeres elegantísimas: jerarquía funcionarial, morralla política y chusma bien vestida. Nosotros, en cambio, íbamos con el traje de faena con algún que otro lamparón, pero no desentonábamos; ni ellos tampoco. Hasta que uno de los orangutanes, un niño de papá pasado de rayas, vestido de cocinero y extravertido como él solo, entabló conversación con un par de tipos bien vestidos y de mediana edad. No sé si lo hizo queriendo, pero creo que fue una ida más de olla: en plena conversación, el fulano se sacó un porro del bolsillo del pantalón y comenzó a fumárselo para pasmo de sus interlocutores, compañeros e invitados de alrededor.
Al día siguiente todos tuvimos la certeza de que lo echaban. A la media hora, el seleccionador, aquel tipo con estudios responsable de elegir a lo más granado de la cocina valenciana, entró en clase y pidió la palabra. Con gesto contrito, se sentó en la mesa, dejó al descubierto sus calcetines y comenzó a echarnos la bulla. El tipo era la viva imagen del patetismo, pero aún faltaba lo mejor. Tras demorar lo inevitable, señaló al notas y le dijo: “Tú, tú ayer te fumaste un porro en el patio, delante de nuestro invitados (eso era lo que realmente le dolía, al mentecato)”. Y entonces aquel orangután miró muy serio al seleccionador, puso cara de cordero inocente y respondió indignado: “¿Quién, yo? ¿Quién, yo? En mi vida, yo lo que me fumé fue un cigarro”. Y aquel seleccionador, aquel prohombre que tres veces al año elegía a 15 personas para estudiar el curso, puso cara de cabreado, se bajó de la mesa, se subió los pantalones de pinza y dijo: “Está bien, que no se vuelva a repetir”. Y salió de clase.
Lo dicho, amamonado descomunal.
2 comentarios:
Creo recordar que tenías un juego de cuchillos, ¿has visto Kill Bill?
Vivimos en un país donde seguramente dentro de poco veremos en los comercios un DVD con los mejores momentos de Belén Esteban. Se me ocurre hasta un título para ese DVD: El peso de la dialéctica, la fuerza de la argumentación.
¿Qué más puedes esperar? Yo ya sabía el resultado de la historia, como siempre el asesino era el mayordomo.
Efectivamente, aún conservo algunos de aquellos cuchillos y también vi Kill Bill 1 y Kill Bill 2 y fue una de las razones por las que me fui de aquel Centro de Cocineros Trastornados (por los cuchillos, no por las películas). La primera razón fue que estaba mal de pasta y necesitaba volver a trabajar -el curso era gratis, pero no cobrábamos-; la segunda, el profundo desencanto con el curso por la selección que realizaron las rubias pijas y el sicokiller amamonado. La tercera razón de peso fue que aquello no iba a terminar bien: o ensartado o enchironado.
Pero como siempre, Miguel Ángel, me quedo con lo mejor: un par de recetas buenas y... ¡lo bien que me pasé en la clase de informática jugando al Halo!
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